“Este bebe ya estuvo antes en la Tierra”. Eso dijo la partera cuando extrajo a ese ligero compuesto de carbono, oxígeno y agua, elementos consustanciales a las estrellas. Alguno de ellas tocó la Tierra y la fecundó en un barrio obrero llamado Brixton. Allí hay un mural dibujado en enero del año pasado sobre el que caen todas las lágrimas de Londres. Son las mismas que inundaron la vereda del edificio 52 de Lafayette Street en el SoHo neoyorkino la noche del 10 de enero, cuando David Bowie programó su “muerte dulce”.
En realidad, todo en su vida estuvo programado: imagen, lírica, sexualidad. Toda una milimetría rigurosamente dispuesta para asombrar al mundo. Y una muerte perfecta: cuando el médico le dijo que su cáncer oculto durante 18 meses le presentaría desigual combate, habló con Iman y Lexi, las mujeres de su vida. Les dijo adiós. Lo más probable es que antes de salir haya acariciado a Max, su perrito con ojos de colores. Y se fue a una de esas agencias en Nueva York donde te inyectan una droga mortal y luego te incineran. Así se nos fue David Bowie. Elegante. Silencioso. Genuino. Inmortal.
CHICO POLVO DE ESTRELLAS
Un ojo azul y el otro gris. Iris dilatado. Caninos afilados. Nariz que en media ganzúa atenaza el aire. La clásica mirada perdida de quien está mirando hacia adentro. La longilínea envergadura selenita en medio de la estela de gas y polvo que ha dejado el asteroide. Cinco álbums considerados perfectos –“Hunky Dory” (1971), “The Rise and Fall of Ziggy Stardust & the Spiders from Mars” (1972), “Low” (1977), “Heroes” (1977) y “Scary Monsters (and Super Creeps)” (1980)– para ir sellando cada década con su impronta: “Space Oddity” simboliza los sesenta, “Young Americans” encarna los setenta, “Let’s Dance” representa los ochenta, “Outside” compendia los noventa, “Heathen” significa los 2000 y “The Next Day” descifra la primera década del nuevo siglo.
Con semejante ‘background’, mismo Sísifo cubierto de símbolos, el hombre de 69 años da el paso siguiente enfrentando el único gran asunto que explica el arte: la muerte. David Bowie mira los ojos de la muerte y graba su vigesimoquinto esférico. El tipo que inventó el glam (“Rebel Rebel”) y relanzó la electrónica (“Dead Man Walking”), el garage (“Boys Keep Swinging”) y el pop (“Let’s Dance”) ataca el sonido desde su centro. Captura una inmejorable selección de jazz y en secreto alumbra “Blackstar” (2016), un disco terrible. Que te desgarra. Que te muerde el corazón.
EL CANTO DEL CISNE
“Me interesa la cábala y el crowleyismo, ese mundo absolutamente oscuro y temible de los muertos en el lado equivocado del cerebro”, declara en 1976. Es la época de “Station to Station”, el árbol cabalístico de la vida en portada. Los especialistas creen que su aura es de otro mundo, el de un “maestro gnóstico ascendido”. Inocultable devoto del ocultismo, pavimenta su obra con la mística judía del Kabbalah, los viajes astrales, la magia, el yoga, el diálogo con ángeles y demonios. Es el universo de Aleister Crowley, temible ocultista británico especialista en magia negra.
Todo eso se refuerza en “Blackstar”. La estrella negra. Lázaro. El réquiem de diez minutos para el tema epónimo. “Miren aquí arriba, estoy en el cielo”. Los ojos vendados y dos botones negros como pavoroso sucedáneo de los ojos, cosidos a la tela. “Oh, al fin seré libre / como el pájaro azul”. La trágica comicidad de la vejez. “En la villa de Ormen una vela solitaria / en el centro de todo / en el centro de ella / todos sus ojos”. La magia sexual y una espeluznante torsión de tres espantapájaros para la crucifixión de Cristo.
Fuerzas del submundo, portales a otra dimensión, espiritualidades iluminadas por una luz negra. Angustioso, agridulce, triste, “Blackstar” es el desafío esquizofrénico de un hombre inyectado de pólvora. Lanzado en su cumpleaños, coincidente con su muerte. Desde el 2003 había estado en silencio. Todos decían: “Ya no puede cantar” (el firmante le escuchó decir en Madison Square Garden: “Pronto voy a tener que usar teleprompter, mi cabeza es como un queso suizo”), pero el incombustible bebe nuclear disparó un misil que tenía escondido en la nevera: “The Next Day” (2013), cortocircuitando la complejidad de un colchón lacónico, cortante, de niebla, de ecos rebotadores. El magma de un letrista en ignición.
DIOS SIN ADIÓS
“Yo no sé adónde iré después, pero les prometo que no será aburrido”, decía. Por eso a su muerte le sucedió una cantidad de homenajes jamás vista dentro y fuera del planeta Tierra: millones de seres humanos cantando “Space Oddity”, astronautas haciendo flotar lágrimas en la Estación Espacial Internacional, Lady Gaga frivolizándolo en los Grammy, Lorde frente a la vieja banda reividicándolo en los Brit Awards y mil músicos reunidos en el Orogel Stadium de Cesena, Italia, para romper la paz de este mundo con un “Rebel Rebel” que viajó hasta la constelación Bowie: astrónomos belgas del Observatorio MIRA trazan el rayo de “Aladdin Sane” con las estrellas Sigma Librae, Spica, SAO 241 641, Zeta Centauri, SAA 204 132, Beta Sigma Octantis y Trianguli Australis en las proximidades de Marte.
Hace un año se deshizo para siempre de la gravedad y volvió al espacio para ser muchos: Ziggy, Lady Stardust, La Dama, Aladdin Sane, El Delgado Duque Blanco, Major Tom, Halloween Jack, Pierrot. El krautrocker de Berlín con guerra fría y el bailarín ochentero con discoteca. Gurú experimental, rey paródico del estrellato, amalgama ‘queer’, un prodigio de la cultura de masas. Luminoso como un cometa sobre el que aterrizan partículas y estallan chispas que terminan de freírse en las diferentes formas con las que domesticó la electricidad: pop, soul, funk, electro, glam, heavy, drum’n’bass, techno, swing, bossa, punk, indie, ambient, ska, folk, noise, surf instrumental, jazz, etcétera.
Ni Lou pudo con eso, menos Dylan. Entonces, ¿Bowie es un monstruo o esto es ser una persona? Eso no importa. Bowie no está adelante, está más allá. Es un símbolo no consumado, una forma repleta de significantes taladrando el umbral de la conciencia. Potente, turbulento, puro y discordante como la heterocromía iridium de sus ojos, pigmento de un iris cruel como el gancho de un carnicero rasgando una rodaja de vinilo. Como el ruido que produce una uña al arrastrarse por la pizarra. Como una bola de fuego que lleva 70 años incendiando el infinito: fosforescencias abstractas, manantiales de estática, burbujas de luz entre oropeles. Y al final de todo, esa fragancia de terciopelo que se queda para siempre.
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— Luces El Comercio (@Luces_ECpe) 6 de enero de 2017
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