Steven Tyler. (Foto: AFP)
Steven Tyler. (Foto: AFP)
Jaime Bedoya

Debajo del piano de su padre vivía gente. Chopin, Bach, Beethoven, Debussy e Yma Súmac. Refugiado bajo el instrumento, dejaba retumbar en su cuerpo las notas, arpegios y melodías que el padre, pianista egresado de Juilliard, ejecutaba en el pequeño departamento de la calle 124 con Broadway. Uno de esos acordes se lo llevó puesto en el pecho desde los 8 años.

Su contrapunto con la urbe lo tenía a siete horas de Manhattan, en New Hampshire, en un pueblito llamado Sunapee. Ahí la familia tenía una pequeña casa de campo, colindante con naturaleza salvaje. Caminaba descalzo durante horas escuchando el silencio sonoro del campo: el viento, las ramas, inmersión en la paradoja que luego recordaría cada vez que tomara ácidos. En Sunapee descubrió la marihuana y las papas fritas. La mejor versión de estas frituras las hacía un pelucón de anteojos de marco negro pegados con esparadrapo. Se llamaba Joe Perry y decían que tocaba la guitarra.

—Del bosque a Woodstock—
En 1960 ve en una feria de Nueva Jersey dos eventos que se fusionan en su espectacularidad e impacto: Chubby Checker en concierto tocando su gran éxito, el twist; y un acto de clavadismo de una mujer montada a caballo que se lanzaba desde 20 metros de altura a una piscina. En su mente unió ambos actos y dijo: así que esto era el rocanrol.

Cuatro años después Tallarico ya se hacía llamar Steven Tally, le sonaba más rocanrolero, y estaba intoxicado de música, drogas menores y un culto por la rima heredado de las lecturas que le hacía su mamá de niño. Ya alguna vez se había hecho pasar por Chris Jagger, el hermano de Mick, por lo parecido de sus estampas y labios gruesos. Se había vuelto baterista y seguidor de la cultura beatnik que respiraba y leía en el Village: Dylan, Ginsberg, Kerouac, Corso. Como era menor de edad y no podía comprar alcohol, incursionó en la felicidad química: Tuinals, Seconals y Placidyls. En 1965 ve tocar a los Beatles en el Shea Stadium y se queda con la boca abierta una semana. Le dedicaba una hora al vestirse para ir al colegio. Llegaba a este y el director le decía: Tallarico, usted parece una chica. – Ese es mi trabajo. Quiero ser un rockstar.

Se encerró en el Hilton del aeropuerto de Boston para componer. Dejó salir el recuerdo musical que tenía en el cuerpo, lo fusionó con los agudos que le había escuchado a Yma Súmac, y lo convirtió en el comienzo melódico de una de sus canciones emblemáticas: “Dream On”. Tyler la compuso a los 17 años. Cuatro años después llego a Woodstock. Ahí, una madrugada a las 3 a.m. escuchó una guitarra aullando las primeras notas del himno nacional de Estados Unidos.

Ese demonio se llamaba Jimmy Hendrix y Tallarico entendía que le estaba enviando un mensaje. Este se materializó pocas horas después. Helicópteros del ejército lanzaban víveres y ollas para que los asistentes comieran algo aparte de las drogas. Uno de estos utensilios cayó a los pies de Tallarico. Lo volteó y empezó a usarlo como tambor con todas sus fuerzas, despidiéndose de la batería. Ahora era Steven Tyler, rockstar y frontman de Aerosmith, la banda más pastrula de Boston.

—Medio Perú en su nariz—
En noviembre de 1970 Aerosmith daba su primer concierto en un colegio. Por entonces cobraban 60 dólares la noche. Competían con monstruos multimillonarios, sofisticados e intoxicados rockeros británicos. Pero en solo años pasó de ser un don nadie a líder de una banda multiplatino. Su música, melódica y ruda a la vez, salpicada del uso plástico del scat, ese balbuceo asincopado que nada dice pero todo canta, al estilo de Ella Fitzgerald y –otra vez– Yma Súmac, perfilaban un sello rockero propio. El resto de la conexión lo hacía un comportamiento afín a la adolescencia más salvaje. Los más jóvenes querían vivir como ellos. Sin reglas.

El lema de Tyler y de su banda por esos años era Una vida feliz a través de la química. Se referían a la penicilina y a las drogas. En 1983 entra por primera vez en rehabilitación, proceso que repetiría en siete oportunidades más. Hacia los 90 Tyler se había inhalado una fortuna calculada en 20 millones de dólares. Tenía cuatro hijos de cuatro mujeres distintas, lo perseguía una acusación por seducción de menores y encima se había peleado con su guitarrista Joe Perry. El mismo pelucón que hacía las mejores papas fritas de Sunapee. Juntos eran conocidos como Los Mellizos Tóxicos. Fue los años en que Tyler acuñó una frase con vinculaciones andinas: me he inhalado la mitad del Perú.

—Dopado pero no vencido—
Steven Tyler fue despedido de su banda. Entre la rehabilitación y las drogas tenía una puerta giratoria más veloz que la de Westfield Capital. Pidió perdón a la banda y fue aceptado de vuelta, pero con un psiquiatra en las giras.

Empezaron los achaques. Un golpe contra el escenario le destrozó la rodilla izquierda. La solución fue el implante de cartílago del cadáver de un niño, que Tyler quería creer como miembro del Blue Army, la legión de fanáticos adolescentes, todos en blue jeans, de Aerosmith. Sufría de sinusitis crónica producto de años de inhalación del humo de máquina. Le estalló una vena de las cuerdas vocales. Se le malograron los pies por años de bailes en zapatos de taco, sufriendo un síndrome que los deformaba como garras, el neuroma de Morton. Con esto a cuestas, casi cojo y desplazándose dentro de su casa en un scooter, asumió que la normalidad no era lo suyo. Nada de fines de semana, crucigramas, visitas familiares en feriados. Su droga de preferencia por entonces, 2007, era el Xanax y en su clóset tenía cinco chalecos antibalas, por aquello de John Lennon. Solo le quedaba la música, la última pureza, ese tacto a la distancia que de una manera lo conectaba con millones de personas que no conocía.

—Coda con cenizas—
Esta historia termina con Steven Victor Tallarico sentado plácidamente una mañana en su residencia de Sunapee, New Hampshire. Con su fortuna del rock and roll compró los bosques por donde caminaba de niño. Está en compañía de su novia de entonces. Suena el teléfono.

Es Billy Joel diciéndole si no quiere tocar esa tarde en el último concierto del Shea Stadium antes de ser demolido. Dice sí y cuelga. En el estadio comparte camarín con Tony Bennet. El hijo de este lleva una casaca que le resulta familiar. “Pruébatela”, le dicen. Era la que había usado Ringo Star en “Sargent Pepper’s”.

Horas después Tyler tocaba en un concierto para 60 mil personas junto a Paul McCartney, a quien había visto tocar ahí en 1965. Esa misma noche, tras el evento, tomó el vuelo de regreso a New Hampshire. Sentados nuevamente en la sala de su casa, ya tarde, Tyler le pregunta a su mujer:

– Dime, ¿qué es lo que pasó hoy?

Su último deseo es ser cremado y que sus cenizas sean esparcidas en la Playa Grande de Maui, en Hawái. Dice que es la manera de seguir metiéndose entre las piernas de las chicas aun después de muerto.

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