El lenguaje de Internet acuñó bien el término “viral” para referirse a lo que se propaga por la red: no solo por la velocidad de su transmisión, sino por su daño potencial. Puro contagio e infección. Pero en estos últimos meses en que hemos padecido un virus real, el COVID-19, las redes sociales han sido, además, los canales perfectos para la viralización de abundantes ‘fake news’, teorías conspirativas y otras falsedades tan dañinas como el ‘corona’. Y no hay mascarilla que valga frente a la pantalla.
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Lo más grave del caso es que la llamada infodemia –juego de palabras entre información y pandemia– ha encontrado en los líderes de opinión a sus mejores conductores. Según un estudio del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford, los políticos, las celebridades y los ‘influencers’ fueron responsables de producir o esparcir el 20% de la información falsas sobre el coronavirus en la red. Cada publicación suya en redes sociales es peor que un estornudo.
La oferta es variada: desde el peligrosamente popular dióxido de cloro hasta la idea de que las antenas 5G sirven para transmitir el COVID-19; de los grupos antivacunas hasta los que señalaban que consumir bebidas alcohólicas aumentan la protección frente a un posible contagio (cuando en realidad debilitan el sistema inmune). Todos estos bulos –que se difunden por intereses particulares o por simple ignorancia– abundan especialmente en redes sociales, donde con un solo clic pueden llegar a una audiencia inimaginable.
PALABRAS PELIGROSAS
Donald Trump, presidente de Estados Unidos, ha visto su muy activa cuenta de Twitter intervenida en más de una ocasión, obligando a la compañía a ocultar algunos de los mensajes que publicaba o, en otros casos, eliminándolos directamente.
Una de sus últimas publicaciones restringidas fue el video de una entrevista que le concedió a “Fox News” (su cadena favorita), en la que afirmaba que los niños son “casi completamente” inmunes al coronavirus. Tanto Twitter como Facebook le dieron de baja a la publicación, alertando que incluía información falsa y potencialmente perjudicial.
Pero la política no tiene exclusividad en el campo de la desinformación, pues para farsas ciberespaciales, de Trump a Madonna hay pocos pasos: la Reina del Pop también fue censurada por Instagram, luego de que compartiera con sus 15 millones de seguidores un video en el que aseguraba que la vacuna del COVID-19 ya había sido encontrada, pero que era mantenida oculta para beneficiar a los ricos del mundo.
En el mundo hispanohablante, uno de los más feroces voceros de cuanta teoría de conspiración apareciera en Internet ha sido Miguel Bosé. El cantante español, orgulloso antivacuna y defensor del dióxido de cloro (una lejía promocionada como cura milagrosa), fue amonestado en más de una ocasión por sus cuestionables publicaciones.
La semana pasada, sin embargo, sus cuentas en Facebook, Twitter e Instagram (con casi 7 millones de seguidores en total) desaparecieron de un momento a otro. No se ha podido determinar si él mismo decidió cerrarlas o fueron bloqueadas por las propias plataformas frente a la seguidilla de mentiras difundidas. El asunto es que sin su presencia virtual, la difusión de inexactitudes decae significativamente.
Como los mencionados, hay varios más: el actor Woody Harrelson o la cantante MIA –enemigos de las antenas 5G–; el rapero Kanye West, que a la par de su improvisada campaña presidencial, afirma que las vacunas solo servirían para instalarnos microchips vigilantes; o el mexicano Carlos Villagrán (Quico, en “El chavo del 8”), que en sus propias redes sociales no opina del tema, pero en un programa de TV dijo que “en el mundo no existe el COVID-19”, sino que es un mecanismo para espantarnos y mantenernos encerrados. Sus declaraciones, cómo no, se hicieron virales.
LOS MECANISMOS DE CONTROL
Facebook y Twitter han tenido que reformular sus métodos de vigilancia frente a la abundancia de ‘fake news’. La red social del pajarillo azul, por ejemplo, ha habilitado una opción para que cada vez que un usuario busca un ‘hashtag’ en particular, sea derivado a información proporcionada por fuentes autorizadas, como la Organización Mundial de la Salud u otras instituciones locales.
Otra iniciativa de Twitter ha sido la mejora de sus algoritmos para detectar la difusión masiva de información falsa, lo que incluye el envío de advertencias a los infractores o la simple eliminación de sus cuentas. Y eso incluye a fuentes tan variadas como los negacionistas de la pandemia o los promotores de tratamientos “alternativos”.
Facebook, por su parte, utiliza equipos humanos de verificación, pero también tecnologías de inteligencia artificial que detectan contenido indebido. Una primera medida –la más benigna– es que toda aquella información no verificada comenzará a aparecer más abajo en su sección de noticias, para que tenga menos alcance entre el público. Además de ello, puede encontrar ‘hashtags’ peligrosos, restringir la posibilidad de publicitar anuncios y, en casos más extremos, llegar a clausurar cuentas.
Los tiempos de pandemia han obligado a reformular algunas ideas a este tipo de plataformas que, hasta hace poco, se ufanaban de promover el libre pensamiento y la tolerancia de opiniones. Sin embargo, cuando el tipo de la información propalada se vuelve un riesgo colectivo (en manos de grandes y famosos difusores, además), la libertad de expresión alcanza sus propios límites.
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