La primera reunión informal de la Sociedad de Naciones en Ginebra. (Foto: Bettmann Archive/Getty Images)
La primera reunión informal de la Sociedad de Naciones en Ginebra. (Foto: Bettmann Archive/Getty Images)

En las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, los Catorce Puntos del presidente estadounidense Woodrow Wilson (1856-1924) -una declaración política de intenciones más que un proyecto realista de reorientación de las relaciones internacionales- dieron pie a que muchos conflictos preexistentes a la gran contienda fueran propuestos a la consideración de la naciente Sociedad de las Naciones, bajo cuya luz se esperaba fueran resueltos según el Derecho, dejando atrás el Vae Victis (¡Ay de los vencidos!) romano. Una de esas controversias en busca de justicia era la llamada Cuestión del Pacífico, que enfrentaba al Perú con .

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Así pues, el rotativo español “La Vanguardia” publicaba en diciembre de 1918 un artículo en el cual señalaba que “al Perú le asiste sobrada razón para reivindicar, ahora que el triunfo de los aliados en Europa le ofrece una coyuntura favorable, sus lloradas provincias de Tacna y Arica, que se han llamado justamente la Alsacia y Lorena de América”, en tanto que los gobiernos chilenos “nunca se mostraron dispuestos a pasar por el plebiscito, faltando de este modo a un compromiso solemne, tácitamente reconociendo que el voto de Tacna y Arica les era contrario”.

A inicios de noviembre de 1920, en vísperas de la celebración de la primera Asamblea General de la Sociedad de las Naciones, en Ginebra (Suiza) el presidente de la delegación peruana ante la Sociedad, Mariano H. Cornejo (1866-1942) -jurista, político, sociólogo, diplomático y presidente de la Asamblea Nacional Constituyente que había aprobado la Constitución peruana de dicho año-, dirigió una carta al Secretario General de la Sociedad, el francés León Bourgeois, solicitándole que se colocase en la agenda de la reunión, prevista para el día 15, la discusión sobre el Tratado de Ancón de 1883.

Fundó su solicitud en la nueva concepción del Derecho Internacional que condenaba la anexión territorial por la fuerza y al incumplimiento sistemático de la cláusula del Tratado referente a la celebración de un plebiscito sobre la nacionalidad de las provincias cautivas. Por estas dos razones Tacna y Arica debían ser devueltas al Perú.

Contrario sensu a nuestras expectativas, el Secretariado General de la Sociedad rechazó la solicitud del Perú aduciendo que el programa de debates de la asamblea plenaria ya había sido acordado. Esta formalidad disimulaba el verdadero motivo de su renuencia: evitar una controversia con Estados Unidos sobre la piedra de toque de su política exterior, la Doctrina Monroe.

Y es que los estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la Liga -Reino Unido, Francia, Japón e Italia- habían estimado correctamente el alcance de los 14 puntos wilsonianos y su análisis coincidía sorprendentemente con el de un diario alemán a fines de la guerra: “El discurso de Wilson se limita a presentar las grandes líneas de la futura organización de la paz y renuncia a querer decidir los pleitos territoriales. Entre el reino de las ideas y el nuevo orden de cosas con el que sueña el presidente Wilson queda todavía el viejo mundo”.

En la América hispana, por lo contrario, el idealismo wilsoniano había echado raíces y se creía que, eventualmente, Estados Unidos se uniría a la Liga y que su presencia aseguraría el triunfo de la equidad y la justicia en las relaciones internacionales. El rechazo liminar de la solicitud peruana fue uno de los motivos para que Argentina se retirase de la Asamblea en señal de protesta contra lo que llamó “la oposición sistemática, exclusivista y dominadora de las potencias que, bajo la capa de la fraternidad universal, mangonean los debates de la Asamblea según sus intereses”.

Mariano H. Cornejo. (Colección del Museo del Congreso)
Mariano H. Cornejo. (Colección del Museo del Congreso)

En este contexto, el doctor Cornejo dio una entrevista a un diario parisino en la que criticaba severamente la actitud del presidente electo de Estados Unidos, el republicano Warren Harding (1865-1923), quien declaró difunta a la Sociedad de las Naciones añadiendo que su gobierno, “inspirándose en los ideales americanos, forjaría un nuevo lazo de unión entre los pueblos que no les exigiera abandonar sus libertades”.

El “New York Tribune”, vocero periodístico del Partido Republicano, hizo eco de estas declaraciones que causaron malestar en los círculos políticos tanto de Estados Unidos como en nuestro país. El 2 de diciembre, el gobierno peruano retiraba formalmente su solicitud del debate de la Asamblea de la Sociedad de Naciones, reservándose el derecho de volver a presentar esta petición, cuando Estados Unidos se uniese a ella.

Entretanto, el doctor Cornejo fue destituido del cargo de jefe de la delegación por la Cancillería, siendo reemplazado por Francisco García Calderón Rey (1886-1953). Llamado a consulta por la Cancillería, llegó al Callao el 9 enero de 1921, declarando al tocar suelo peruano que volvía para exponer las verdaderas razones de su destitución y negando haber tachado los planes de política exterior del presidente Harding de infantiles y peligrosos. Estados Unidos nunca formó parte de la Sociedad de las Naciones y el Perú no volvió a elevar la cuestión de Tacna y Arica a dicho foro internacional.

Mariano H. Cornejo se reincorporó a su cargo de Ministro Plenipotenciario en París a fines de marzo de 1921. ¿Había cometido una falta sancionable con sus declaraciones en contra de Harding, presidente de un país con el cual Leguía buscó siempre óptimas relaciones? Nunca se difundieron mayores detalles sobre el incidente que pronto fue olvidado.

Lo cierto es que Cornejo no solo presidió la Asamblea Constituyente, como ya se dijo, sino que fue su artífice y quien dio sustento doctrinario a la “Patria Nueva”, como se autocalificó el Oncenio. Es posible que su exilio más que dorado en París fuera un castigo, una suerte de oxímoron ya que fue un castigo grato. Solo en otras dos ocasiones regresó brevemente al Perú. Nunca más abandonó París y allí murió el 25 de marzo de 1942, recibiendo en su inhumación en Père-Lachaise los honores debidos a un intelectual que fue nominado al Premio Nobel de la Paz sucesivamente desde 1931 hasta 1939.

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