Una enfermera prepara una dosis de la vacuna Pfizer-BioNTech contra COVID-19 en medio de la pandemia del nuevo coronavirus, en Isla Taboga, Panamá. (Foto: Luis ACOSTA / AFP)
Una enfermera prepara una dosis de la vacuna Pfizer-BioNTech contra COVID-19 en medio de la pandemia del nuevo coronavirus, en Isla Taboga, Panamá. (Foto: Luis ACOSTA / AFP)
/ LUIS ACOSTA
Farid Kahhat

El párrafo más citado del libro de Adam Smith “La riqueza de las naciones” (y es solo uno) es aquel que hace alusión a la metáfora de la mano invisible. Pocos recuerdan en cambio sus múltiples referencias a circunstancias en las cuales la regulación gubernamental debe limitar la libertad natural para evitar un daño a la sociedad. Por ejemplo, “pero el ejercicio de esta libertad por un contado número de personas, que puede amenazar la seguridad de la sociedad entera, puede y debe restringirse por la ley de cualquier gobierno, desde el más libre hasta el más despótico”. En sucesivos pasajes, Smith aplica ese criterio a la oferta monetaria, el interés bancario, la concertación empresarial, la división del trabajo, etc.

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Desde entonces todas las corrientes del liberalismo coinciden en tener a la libertad individual como principio fundamental, pero con restricciones cuando su ejercicio puede perjudicar a terceros. John Stuart Mill reivindica la soberanía individual en su libro “Sobre la libertad”, pero tan solo una página antes esboza el denominado “principio del daño”, según el cual “la única razón legítima para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros […]”.

Lo mismo hace Milton Friedman en “Capitalismo y libertad”, al justificar restricciones al intercambio voluntario “cuando las acciones del individuo tienen efectos en otros individuos por los que no es factible cobrarle o recompensarlo” (es decir, lo que en economía se denominan externalidades). Y Friedrich von Hayek en su libro “Camino de servidumbre” afirma que “imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen”.

(Foto: AFP)
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Es decir, restringir el acceso a espacios públicos a personas que no desean vacunarse contra el es defendible desde una perspectiva liberal. Más aún, en el libro mencionado, el propio Hayek advertía contra aquellos que “usaban la fraseología liberal en defensa de privilegios antisociales”. Porque en el caso del COVID-19 estamos ante externalidades negativas: quienes se niegan a vacunarse impondrían cuando menos tres costos a terceros si no lo impide la regulación gubernamental. En primer lugar, aunque no sea su propósito fundamental, las vacunas reducen el riesgo de infección y, por ende, la probabilidad de contagiar a otros.

En segundo lugar, en promedio, las personas no vacunadas corren un riesgo bastante mayor de requerir una cama en UCI en caso de contagio. Con lo cual, mientras crece exponencialmente su demanda, personas que, de haberse vacunado, no habrían necesitado esas camas, reducen la oferta disponible para pacientes de COVID-19 o de cualquier otra enfermedad. Por último, mientras no se alcance la inmunidad de rebaño (es decir, mientras no se inmunice por contagio o vacunación una amplia mayoría de la población), el virus continuaría mutando a ritmo acelerado, con el riesgo de que se desarrollen variantes no solo más contagiosas (como ómicron), sino más letales o incluso resistentes a las vacunas (con lo cual parte del esfuerzo de vacunación habría sido en vano).

Podría argumentarse que, aunque no haya obligación formal de vacunarse, el costo de restringir el acceso a espacios públicos sería tan elevado que la diferencia terminaría siendo insignificante. Eso podría ser cierto: para establecerlo, habría que hacer el cálculo sugerido por Hayek citado líneas arriba. Pero creo que concluiríamos que se trata de una aplicación lícita de la denominada “teoría del empujón” (que le valió a Richard Thaler el Nobel de Economía): aun si se considera una vulneración de la libertad individual que el Estado obligue a sus ciudadanos a vacunarse, sería admisible que brinde incentivos razonables para que los ciudadanos reticentes decidan vacunarse por iniciativa propia.

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