Por Rodrigo Murillo Bianchi (*)
Tuve siempre la impresión de que un halo de desgracia se cernió sobre las relaciones entre el Perú y Rusia, casi desde su nacimiento. Un ejemplo: Miguel de San Román y Meza. Mano derecha de Ramón Castilla, fue electo presidente en 1862 y cursó la primera misiva a la corte de San Petersburgo. Nadie menos que el Zar Alejandro II la respondió en tonos amistosos, pero el presidente apenas pudo leerla. A las semanas, un viernes santo de bruma muy blanca, Miguel de San Román y Meza fallecía tras una enfermedad repentina.
MIRA: El secretario general de la ONU insta a poner fin a la guerra en Ucrania
Así las cosas, Lima y San Petersburgo tendrían que aguardar más de una década hasta que la legación permanente del Perú abrió sus puertas en el imperio de los zares (1874). Entonces, el diplomático José Antonio de Lavalle presentó sus credenciales ante el trono Románov. ¿Qué habría visto, oído, sentido en su periplo hacia el norte lejano del mundo? ¿Cómo habría reaccionado ante la opulencia y los oros de la corte imperial? A pesar del autoritarismo tradicional de su sistema político, Rusia entonces se modernizaba, y hasta su idioma se vigorizaba a la sombra de hombres inmensos. Ahí estaban, pues: entre muchas otras luces, Dostoievski publicaba Crimen y Castigo (1866); y Tolstoi, Guerra y Paz (1867).
No pudo, sin embargo, José Antonio de Lavalle establecerse entre los canales nevados para absorber toda esa magia. ¿El motivo? Otra desgracia. Su esposa, la joven Mariana Pardo y Lavalle fallecía trágicamente en el Perú. Y así el recién llegado partiría a su encuentro. Lo que sucedió después en nuestra tierra, lo conocemos de sobra: el mismo Lavalle –hidalgo, correcto, solícito, pero fallido– intentaba apagar las ansias territoriales de Chile, y luego venía la guerra, y las mutilaciones de un Grau, un Bolognesi, un Ugarte.
Una pregunta: ¿Se habrá compadecido el Zar Alejandro ante la desgracia que sufrimos entonces? Es probable que no. Pues en marzo de 1881 la tragedia oscureció su destino. El atentado ocurrió mientras circulaba con su berlina por San Petersburgo. Las bombas no lo tocaron, sin embargo. ¿Un milagro salvó su vida? Alejandro se santiguó y, rechazando el consejo de sus guardias, se bajó a asistir a sus escoltas, que se desangraban silenciosos sobre la nieve. Y entonces sucedió: un muchacho de 25 años se lanzó desesperado a través del tumulto. Llevaba una bomba en el pecho. Y se mató, llevándose consigo la vida del emperador.
Aquella violencia sería un presagio de los dolores que sufriría Rusia, tal como los sufrió el Perú por la guerra del guano. Y así, mientras ambas naciones padecían, se aislaban; aunque sin dejar de mirarse a la distancia, recordando tiempos mejores. Sobrevendría en Moscú el fin de los Zares. Y aquel experimento doloroso: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Por qué? ¿Para qué? Hoy la opinión de los historiadores pareciera ser ecuánime: la revolución de Lenin fue un expolio generalizado y violento, que fracasó a la luz de su precepto básico: asegurar una dictadura imperecedera, y la creación de un nuevo ser humano. Pero claro que en 1917 aquello no se sabía. Y peruanos universales como José Carlos Mariátegui e incluso, años después, César Vallejo, soñarían con la esperanza que parecía prometer, a la luz del pabellón rojo, el paraíso de los trabajadores.
Esta historia de tragedia, sin embargo, continuaría. Porque los argumentos de la revolución bolchevique surcarían pronto los mares y, a través de su isla capturada en el Caribe, seducirían a la siguiente generación de intelectuales. En un principio, al mismo Mario Vargas Llosa, pero más precisamente a Javier Heraud. Un viaje al país de los Soviets en 1961. Y una vida que cambia, deslumbrada: el juramento se hizo entre aromas de mar en La Habana. Ofrecer la vida a cambio de la Revolución. Entonces, lo obvio: sangre, sangre, sangre. Una lucha encarnizada en el Cusco. Y valiosos intelectuales. Y valiosos policías. Y valiosos militares. Y, algo más, por supuesto: a la luz de la pobreza y la represión que todavía se ensaña con Cuba, los insurgentes eran valiosos; pero vaya sí estaban equivocados. Hoy sabemos lo que ellos no sabían. Que murieron por un mundo inexistente. Y en el nombre de dictadores lejanos o, mejor dicho, sus reales verdugos.
Sería el gobierno de Velasco quien pondría las condiciones de las retomadas relaciones con Rusia. ¿Reconocimiento diplomático de la URSS? Sí. ¿Intervencionismo político en el Perú? Los militares dijeron: ninguno. Y entonces, otra desgracia. El terremoto de Áncash, el alud en Yungay. Decenas de miles de muertos en una pesadilla que conmovió al mundo. Y la URSS reaccionó, cercana ante el dolor de un viejo amigo. Médicos, especialistas en desastres, un hospital de campaña, alimentos, enseres de primera necesidad treparon por las rampas de los aviones. Cinco Antonovs despegaron cargando los corazones de quienes venían a auxiliarnos. Y, nuevamente, otra tragedia: una de las naves desapareció en una tormenta sobre el Atlántico Norte, acabando con la vida de sus jóvenes pasajeros.
Se acercaba entonces el centenario de la guerra con Chile y, por otra parte, Pinochet contemplaba inquieto la cooperación militar que crecía entre Lima y Moscú. Aviones cazabombarderos, tanques, helicópteros, armas antiblindados, misiles. ¿Cómo así? ¿Por qué? ¿Para qué? Un temeroso Pinochet se lo planteó a Henry Kissinger. Que los soviéticos estaban en el Perú. Que los cubanos estaban en el Perú. Que el comunismo se haría con el Pacífico. Y, claro, que Chile no podría resistir un embate del Perú armado por los Soviets. Los cables desclasificados por WikiLeaks no mienten. Pinochet preguntó: ¿Es que Estados Unidos intervendría en caso de un ataque contra Chile? Y Kissinger se limitó a responder: una agresión de ese tipo no sería bien vista por nosotros.
La caída del gobierno militar marcó un nuevo alejamiento entre la URSS y el Perú. Incluso en materia militar, un Belaúnde, un Alan García mirarían antes a Washington o a París que a Moscú. Y en los noventa, la hecatombe que supuso el fin del comunismo encerró a Rusia en sus fronteras. ¿Será cierto, como plantean algunos diplomáticos, que Boris Yeltsin se inspiró en el autogolpe de Fujimori para cerrar la Duma en el 93? Nunca lo sabremos. Lo que sí es indudable es que a partir de entonces América Latina ha tenido pocos líderes que hayan estado a la altura del agente histórico del KGB.
Los encuentros de Putin con Chávez, con Castro, con Ortega, con Morales, pasan todos por folclóricos. Ahí el dictador pequeño. Y al frente, el Zar de semblante oscuro. ¿Y el Perú? Valgan verdades, mejor ausente que indispuesto. Pues en su estado presente –capturado, inepto, dividido, mínimo– le haría un flaco favor a sus hombres del pasado, quienes supieron representarlo entre palacios y ríos de nieve. Y a pesar, incluso, de las tragedias.
(*) Novelista, historiador y analista de política internacional.