Son las 9 de la mañana en Myanmar. A ratos, la voz de la peruana Pamela Rosales deja de oírse a través del teléfono. Viene y va a voluntad de una maltrecha conexión de Internet que por la noche había estado bloqueada. “¿Que si alguna vez he tenido miedo? La verdad...” y entonces se vuelve a ir. La llamada es por Skype. WhatsApp ha sido restringido al igual que Facebook. Son días convulsos en Rangún y en todo el país asiático. La gente protesta y la junta militar reprime y mata. Y así casi todos los días desde el golpe del 1 de febrero. Los noticieros muestran las calles vacías. La presencia policial y militar es lo que domina. En cuanto aparecen unos cuantos manifestantes, empiezan los disparos, los arrestos. “Existe un ambiente de profunda preocupación…”. Silencio.
Hay 11 horas y media de diferencia y 18.290 kilómetros de distancia entre el Perú y Myanmar, pero son detalles que desde hace años no significan mucho para Pamela. Lleva casi una década haciendo trabajo humanitario con Médicos sin Fronteras (MSF), habituándose a todo en tiempo récord. “En cuanto se abre una misión saltamos al avión y llegamos en menos de 24 horas...”, dice a El Comercio.
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La peruana de 37 años, cuya formación es en Finanzas y Recursos Humanos, es jefa de proyectos en MSF. Llegó a Myanmar en el 2020 para gestionar hospitales en el estado de Shan, en la frontera con China, una de las zonas afectadas por el conflicto que enfrenta hace décadas a las minorías étnicas y al ejército. “Ahí tenemos campamentos de refugiados que han sido víctimas de campos minados y han dejado sus casas por el conflicto armado…”.
Su misión terminó el mismo día del golpe. Debía volar a Brasil para ayudar en la respuesta del COVID-19, pero los aeropuertos cerraron y no pudo salir.
Desde Rangún, la ciudad más grande de Myanmar y escenario de la mayor represión contra las protestas a favor de la democracia, Pamela insiste en que el personal humanitario ve con extrema preocupación la violencia y los retrocesos que la crisis significará en la salud de los birmanos.
“Por los contextos en que trabajamos, es parte de nuestra realidad aprender a manejar y navegar en cambios políticos y de seguridad. Pero aquí están surgiendo nuevas alarmas...”, nos dice. Se refiere a que hoy el sistema de salud está bloqueado. Los hospitales están cerrados. Los esfuerzos por contener la pandemia de COVID-19 se han desmoronado desde el golpe. Pero eso no es todo. Miles de pacientes con VIH a los que MSF ha ayudado desde 1998 no están recibiendo sus antirretrovirales.
No es un tema menor: Myanmar es uno de los países de Asia con mayor prevalencia de VIH y sin tratamiento no se puede controlar. “La gente que deja de recibir sus medicinas pone en riesgo su vida, también aumenta la propagación de la enfermedad…”.
La primera vez que la peruana pisó Myanmar fue en el 2019, lo hizo para una breve misión en un programa de VIH y tuberculosis resistente.
“Existe un ambiente de profunda preocupación…”, vuelve a decir.
Partir a una misión
Desde que se embarcó de lleno en el trabajo humanitario, Pamela ha prestado ayuda en inundaciones, terremotos, epidemias y en la mayoría de los conflictos armados vigentes.
“¿Miedo? Diría que mucho en mi primera misión: Iraq, en medio de la guerra…”.
Tenía solo 28 años cuando partió a Bagdad en el 2012 para una doble misión que también incluyó Jordania. Por aquel entonces, la guerra en Siria acababa de empezar, por lo que terminó trabajando con refugiados sirios en Iraq y Jordania. “Veía a mis compañeros ir a las zonas de conflicto y volver tranquilos. La mejor protección que tiene un trabajador humanitario es la neutralidad, el planeamiento de seguridad y la aceptación de la población…”.
Al año siguiente la peruana ya estaba en Sierra Leona para su segunda misión. Tras una década de conflicto armado, el país africano tenía un sistema sanitario casi inexistente. Ahí trabajó en programas para atender la maternidad neonatal, la malnutrición extrema y la explosión de la epidemia de fiebre de Lassa, una enfermedad hemorrágica similar al ébola.
En abril del 2015, se encontraba trabajando en las oficinas de MSF en Nueva York cuando ocurrió el primer terremoto en Nepal. “Volamos con los equipos a rescatar a la población y a atender la emergencia médica. Llegué pocos días después del primer terremoto y estuvimos ahí cuando sucedió el segundo...”, recuerda. Aproximadamente 9.000 personas murieron. La destrucción fue descomunal.
Pamela hace una pausa. Recuerda que ella y sus colegas clasifican sus misiones entre desastres naturales y desastres producidos por humanos. Estos últimos, cómo no, superan en número a los primeros en su historial.
El país que vio sufrir más necesidades fue Sudán del Sur. La nación más joven del mundo -alcanzó su independencia en el 2011- no tenía ministerios ni seguro social cuando Pamela llegó en el 2015. Trabajó en programas de maternidad, de malnutrición y en un equipo de cirugía que volaba a lugares con conflictos armados cuando era necesario operar de emergencia. Y siempre era necesario.
El tiempo ayudó a Pamela a acostumbrarse a las escenas de horror, pero son los esfuerzos y éxitos médicos las experiencias que más recuerda. Mención especial tiene el año que pasó desde el 2017 en el hospital de cirugía reconstructiva que MSF tiene en Amán, Jordania. Yemeníes, sirios, iraquíes, libaneses llegaban de las zonas de guerra más cercanas para reconstruir sus cuerpos.
“Este lugar es increíble. Llegan personas sin un dedo y los médicos les sacan el dedo del pie y se lo ponen en la mano, de lo más normal. Víctimas de bombas llegan sin mandíbula y se la reconstruyen sacándole una clavícula. Es increíble. Es bastante fuerte porque las cirugías tardan mucho tiempo y esa gente necesita muchas cirugías. Vienen de tantos países y de tantas diferencias políticas…”.
Su paso por Yemen también fue muy intenso. La guerra que lleva ya siete años ha arrasado con los hospitales. Incluso los de las organizaciones internacionales han sido bombardeados. En el 2019, a Pamela le tocó atender la emergencia que afectaba principalmente a Moca, una ciudad portuaria en la costa del mar Rojo. MSF recibía a los heridos en un hospital que había logrado mantener en pie en Adén. “Tras los bombardeos, las víctimas llegaban en grandes cantidades, todos teníamos que ayudar…”.
Retornar a casa
El final de una misión significa volver a casa, algo que para Pamela no tiene una ubicación geográfica rígida. Sus padres y su hermana viven en Estados Unidos y la familia de su novio en Alemania. A veces todos coinciden en el Perú. “Mi casa es donde estén ellos…”.
Dice que tiene mucha suerte de que su familia nunca se haya opuesto a su trabajo. Cree que es porque vivieron en Huancayo en la época del terrorismo y pocas cosas los asustan. “Fui a más entierros que cumpleaños cuando era niña...”, dice con voz suave y tranquila. “Recuerdo bien el sonido de los bombardeos. Eso marca y define por qué hago todo esto...”, reflexiona después.
El trabajo humanitario dio algunas vueltas antes de encontrarse con Pamela. Hubo un tiempo -que hoy le suena a otra vida- en que la peruana trabajó para un banco en Estados Unidos.
Tenía 14 años la primera vez que salió del Perú. Una beca la llevó a Madrid por estudios. Luego se graduó en Administración de Empresas en la Boise State University de Idaho. Cuando terminó, ella tenía claro que no quería vivir en Estados Unidos. “Todo era competencia, el trabajo que tenía en el banco no me satisfacía…”.
Entonces se regresó sola a Huancayo. Para ese entonces su familia ya se había mudado a Estados Unidos. De vuelta en casa, la joven hizo su maestría en la Universidad Nacional del Centro del Perú. Pese a sus estudios en el exterior nadie la contrataba. Pasaba sus días entre algún voluntariado y un trabajo chico.
Su tesis de maestría era en microfinanzas. Pamela conoció a muchos granjeros su investigación. Uno de ellos le contó que MSF había estado en la zona del VRAEM en Ayacucho y que su hijo había nacido en uno de los hospitales gratuitos que estos “gringos” habían traído al país. “Estaban en medio de la nada, donde no había nada, cuando solo había peleas. Eso quedó marcado para mí…”.
Pero la peruana no se unió a MSF en ese momento. La decisión llegó a ella en el 2012 mientras estaba sentada en un bote en el mar. Había llegado a Costa Rica por una beca de dos meses en la Universidad de la Paz. Una vez ahí pensó que era buen momento para bucear por primera vez. Pero en el bote, mientras esperaba para entrar al agua, los nervios comenzaron a aumentar. Para calmarla, una chica que estaba a su lado empezó a contarle su historia. Estaba de vacaciones. Tras una temporada de trabajo humanitario en el Congo, quería recargar energías antes de emprender su nueva misión a Turquía. “Toda una locura. Era un mundo que yo no sabía que existía. Pensé: ‘Tal vez nunca salvaré una vida, pero en algo podré ayudar a los médicos’. Ese mismo día empecé a leer sobre el trabajo humanitario, postulé a MSF y a los pocos meses ya estaba en Bagdad…”.
Le parece mentira que haya pasado casi una década de aquel paseo en bote -logró bucear con éxito, por cierto-, pero mira atrás con satisfacción. Confiesa que no hay lugar al que no iría a ayudar, aunque preferiría no asumir pronto un cargo de oficina. “Por ahora me gustaría continuar en el campo”, dice la peruana.
En pocas semanas sabrá cuál será su siguiente misión, una vez que deje Myanmar. Para ella lo más importante es seguir apoyando a los más vulnerable. Si algo le ha demostrado la última década es que trabajar por la gente es lo más importante. “No es un sentimiento heroico, es una responsabilidad”. Se escucha fuerte y claro. Acaba de volver la señal.
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