Uno: Moussa tomó su silla de ruedas y huyó lo más rápido que pudo de la convulsa Cabo Delgado, provincia de Mozambique. Su amigo Salimo lo ayudó a tomar un vuelo hacia Pemba, donde ahora ambos viven lejos de sus familias.
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Dos: Francys se ha convertido en líder de un asentamiento pequeño en el norte de Costa Rica. Ella, quien acaba de dar a luz, es parte de los 102 mil nicaragüenses que pidieron asilo en el 2021.
Tres: Hamida trata de rehacer su vida en Cox’s Bazar, Bangladesh. La refugiada rohingya dejó hace tres años Myanmar porque ya no tenía qué darles a sus cuatro hijos.
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Hasta diciembre del año pasado, 89,3 millones de personas dejaron atrás sus vidas debido a las guerras, problemas medioambientales, crisis económicas, políticas y sociales, para buscar su futuro en otro lugar.
Las cifras son del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que acaba de publicar su informe de Tendencias Globales sobre desplazados. Si se toma en cuenta la guerra iniciada en febrero entre Rusia y Ucrania, el número aumenta a 100 millones.
En un contexto en el que 1 de cada 78 personas es forzada a huir de su lugar de origen, las tensiones son inevitables. El Perú y la migración desde Venezuela son un buen ejemplo: según el informe, nuestro país alberga a 1,3 millones de venezolanos (537 mil han solicitado el estatus de refugiados y 5.800 ya lo tienen), lo que nos convierte en la quinta nación del mundo que más refugiados recibe. En respuesta, alcaldes han tratado de empadronarlos ilegalmente o impedir que trabajen en sus jurisdicciones. Pero también hay voces contrarias. La misma Defensoría del Pueblo ha dicho que es preciso evitar “criminalizar y estigmatizar la migración” sobre todo desde el Estado, porque ello crearía “barreras infranqueables para el ejercicio de derechos de las personas extranjeras y su inclusión en el país”.
Según Acnur, 5,7 millones de desplazados regresaron a sus áreas o países de origen: 5,3 millones eran desplazados internos y 429.300 eran refugiados.
—El futuro incierto—
Otro asunto que obligó a que las personas se desplazaran es el difícil acceso a la alimentación. Durante el año pasado, el 55% de los afganos no tuvo suficiente dinero para comer, lo que explicaría que 2,7 millones debieran huir de su país. Las cifras mundiales revelan la magnitud del problema: el 82% de desplazados internos y el 67% de refugiados y solicitantes de asilo partieron de naciones con problemas de acceso a los alimentos. Lo peor es que el 40% de este último grupo acabó quedándose en Estados que sufren de lo mismo.
La periodista especializa en DD.HH. Elizabeth Salazar propone prestar atención a los venezolanos en el Perú y a las secuelas de la guerra en Ucrania. “Ahora que la crisis alimentaria se ha acentuado, ellos son más vulnerables. Organizaciones civiles y religiosas intentan asistirlos con ollas comunes, tarjetas de comida o canjes, pero como su situación en el país se sostiene en la informalidad (por falta de documentación y complicaciones al momento de ingresar al país), sus opciones son limitadas”.
Durante el 2021, 57.500 refugiados lograron reasentarse, dos tercios más que en el 2020 (34.400).
No es su único problema: la comunidad venezolana también tiene restricciones para insertar a sus hijos en el sistema educativo. “Hay organizaciones que calculan que el 25% de los menores migrantes no va al colegio”, añade Salazar. “Se trata de una nueva generación con problemas de malnutrición y una formación académica mínima. Esto nos debe preocupar como país: somos receptores de migrantes y, en 10 o 15 años, vamos a sentir los efectos de una generación que no recibió atención en sus necesidades básicas”.
El de los menores de edad es ciertamente un problema grave, ya que el 42% de los desplazados en el mundo son niños. Además, se calcula que cada año nacen 380 mil en campos de refugiados.
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