(Foto: AP)
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Virginia Rosas

El 11 de noviembre de 1970 el escritor Yukio Mishima, tras un intento fallido de golpe de Estado, se suicidó ante las cámaras de televisión siguiendo el ritual samurái del seppuku, clavándose una daga en el estómago para eviscerarse y luego hacerse decapitar. Con este gesto el autor del “Pabellón de Oro” llamaba la atención sobre la Constitución Japonesa de 1947–redactada casi totalmente por el ocupante estadounidense- en la que se había eliminado “el carácter divino del emperador”.

Tras la flagrante derrota japonesa, al entonces emperador Hiroito no le quedó más remedio que reconocer solemnemente, el 1 de enero de 1946, que su origen no era divino. Como simple mortal, las fuerzas de ocupación no lo juzgarían por conducir a sus súbditos a una guerra expansionista que terminó en tragedia. El emperador de la era Showa, ya no pasaría nunca más revista a las tropas montado en su blanco corcel. Se convirtió desde entonces en un personaje opaco, cuyas responsabilidades se limitaban a funciones protocolares. 






El ultranacionalista Mishima, no toleraba ver reducida la función del monarca a un simple símbolo de la unidad del Estado. Su suicido –altamente mediatizado- fue un llamado a recuperar los antiguos valores del Japón: si el emperador había conducido a sus súbditos a la derrota, tendría que haber seguido el ritual de los vencidos, el seppuku, para salvar el honor de su dinastía y de su pueblo.

Pero el gesto de Mishima no tuvo ninguna repercusión importante, en pleno año 1970, cuando Japón disfrutaba de un codiciado segundo lugar en la economía mundial.

La era Showa, acabó en 1989 con la muerte de Hiroito. Empezó entonces la era Heisei con la asunción al Trono del Crisantemo de su hijo Akihito. Un periodo considerado como de desilusión e incertidumbre. Desilusión por el estancamiento económico.

Incertidumbre por el accidente nuclear de Fukushima, el 11 de marzo del 2011, tras un terremoto de 8,9 grados y que confrontó nuevamente a Japón con el peligro nuclear.

Tras la abdicación de Akihito, el 1 de mayo asumió Naruhito como el 126 emperador del Japón, dando inicio a la era Reiwa. El reinado de su padre estuvo marcado por el tema de la paz y se presume que Naruhito apuntará el foco sobre el medio ambiente, una de sus grandes preocupaciones. No es que tenga facultades para legislar sobre ello, pero simbólicamente puede transmitir ciertos mensajes.

El nuevo emperador recibe un país sin grandes sobresaltos sociales, exento de los populismos que acechan en las democracias occidentales, pero también con una cierta apatía hacia la política (solo el 50% ejerce su derecho a votar), Shinzo Abe es primer ministro desde el 2012.

El envejecimiento de la población por la baja tasa de natalidad y el incremento de la expectativa de vida (el 25,7% tiene más de 65 años) constituye uno de los problemas que enfrentará la era Reiwa. El gobierno comienza a considerar la posibilidad de incentivar la inmigración, por falta de mano de obra en las fábricas.

Japón sigue siendo un país ocupado por 48 mil soldados estadounidenses. Y aunque a nadie se le ocurriría inmolarse como a Mishima, en nombre de los antiguos valores, ya se oyen voces reclamando, no la sacralización del emperador, pero sí la anulación del artículo IX de la Constitución, que impide a Tokio tener fuerzas armadas con capacidad bélica.

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