Para el mundo hoy se cumplen 77 años del primer lanzamiento de una bomba nuclear sobre una ciudad. Pero para Toshiko Tanaka son además 14 años desde que decidió romper el silencio y liberarse del tabú de contar en público que era una sobreviviente (hibakusha) del ataque ocurrido la mañana del 6 de agosto de 1945 a las 8.15, cuando a sus 6 años caminaba hacia la escuela municipal Noboricho, en Hiroshima, Japón.
“Bajo el acuerdo de los gobiernos de Estados Unidos y Japón, en aquellos primeros años no estaba bien visto hablar del ataque, y la gente además trataba de mantenerse alejada de los hibakusha -’persona bombardeada’, en japonés- por temor a contaminarse. Pero cuando estaba por cumplir 70 años sentí que tenía la responsabilidad de dar testimonio de lo que había vivido para que ninguno de nuestros hijos experimente lo que yo pasé. Una nueva guerra nuclear llevará al fin del mundo”, dijo Tanaka a LA NACION desde su ciudad natal.
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Como habla únicamente japonés, la entrevista se pudo hacer gracias a la colaboración del Hiroshima Peace Media Center, donde pese a sus 83 años y que necesita bastón para caminar, Tanaka es una activa militante por la paz y por la prohibición de las armas atómicas.
Aunque en Estados Unidos con el paso de las generaciones fue mermando levemente el respaldo a la decisión del presidente Harry Truman (1884-1972) de lanzar dos bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, las últimas encuestas muestran que en 2015 alrededor del 60% de los estadounidenses seguían apoyando aquella medida, considerada la única forma de poner fin a la guerra.
Precisamente hace siete años Tanaka tuvo la oportunidad de reunirse con Clifton Truman Daniel, nieto del expresidente en una conferencia ante varios centenares de estudiantes de secundaria en Nueva York. Truman Daniel dijo en aquel encuentro que, independientemente de si se estaba de acuerdo o no con la decisión de su abuelo de lanzar las bombas, “la amenaza de las armas nucleares es tal, que todos nosotros necesitamos escuchar a los sobrevivientes porque si no aprendemos, lo vamos a hacer de nuevo”.
“Una luz enceguecedora”
En 1945 Hiroshima era una ciudad comercial, industrial y militar con unos 250.000 habitantes. Las casas eran mayormente de madera con pisos de ladrillo y también muchas fábricas tenían armazón de madera, por lo que era un conjunto altamente vulnerable ante los incendios.
La mañana del lunes 6 de agosto, Tanaka se encontraba caminando hacia su escuela cuando vio a lo lejos en el cielo un avión, e inmediatamente una bola de fuego que la encegueció. El objetivo inicial de la bomba Little Boy era el puente Aioi, que con su característica forma de T era fácilmente identificable para los aviones norteamericanos desde el cielo. Pero la zona cero del estallido fue finalmente el adyacente distrito de Nakajima, en el centro administrativo y comercial de la ciudad, a unos 250 metros del puente.
La bomba estalló a 580 metros del suelo y a 2,3 kilómetros del sitio donde se encontraba Tanaka. Se estima que la bola de fuego de unos 250 metros de diámetro alcanzó una temperatura de más de un millón de grados centígrados.
“Cuando vi ese destello fue como miles de luces estroboscópicas, y me cubrí inmediatamente la cara con el brazo. No podía entender lo que estaba sucediendo, pero sentía que se me estaba quemando el brazo derecho, la cabeza y el lado izquierdo del cuello. A la luz enceguecedora le siguió una oscuridad tremenda, como si fuera la medianoche, y empezó la ‘lluvia negra’ del hongo atómico con polvo radiactivo. En medio de esa lluvia yo estaba aturdida y todos los edificios de los alrededores, destruidos o en llamas. Pero traté de ubicarme para poder volver a mi casa. Cuando llegué, no quedaba nada en pie, y mi mamá no me reconoció inicialmente porque el cabello se me había chamuscado por el calor y yo estaba totalmente tiznada con mi ropa hecha harapos”, recordó.
En las calles todo era destrucción y había personas que se tambaleaban heridas, con quemaduras gravísimas o pedazos de piel colgando. “¿Usted ha pelado tomates en agua caliente cuando hace ensalada?”, preguntó Tanaka. “Lo mismo sucede con el cuerpo humano cuando la piel se expone a altas temperaturas. Cada vez que veo tomates, la pesadilla vuelve a mi mente”.
Alrededor de 80.000 personas murieron en el acto en Hiroshima y otras tantas fallecieron tiempo después como consecuencia de las quemaduras o por cáncer.
“Desde esa noche, tuve fiebre alta y estuve en coma durante una semana. Con todos los médicos y hospitales desaparecidos, mi madre pensó que iba a morir. Cuando recuperé el conocimiento, la ciudad seguía cubierta por el humo y el olor horrible que salía de los patios de las escuelas y parques, porque todos los días se incineraba allí una gran cantidad de cadáveres”, señaló Tanaka.
Con el correr de los días, sin fuentes de información para saber lo que había sucedido -una explosión como nunca antes había visto la Humanidad-, muchos sobrevivientes comenzaron a ver además extrañas reacciones en sus cuerpos que nadie lograba explicar. “Muchas personas que parecían haber salido ilesas del ataque empezaron a tener manchas moradas en la piel, se les caía el cabello o las encías les sangraban. Al poco tiempo morían”, recordó Tanaka.
Las mil grullas
Eso fue lo que le sucedió a una amiga de la escuela Noboricho, Sadako Sasaki, cuatro años menor que ella. Esa historia merece un capítulo aparte en la tragedia de Hiroshima. “Sadako vivía cerca de mi casa y aparentemente salió ilesa de la explosión. Pero nueve años más tarde se le formó un bulto en el cuello y detrás de las orejas. Primero le diagnosticaron púrpura y finalmente leucemia”. Alrededor de esa época, casi una década después de la explosión atómica, en Japón se estaba observando un aumento en los casos de leucemia, especialmente entre los chicos.
Luego de ser internada en el Hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, Sadako recordó una antigua leyenda japonesa que promete que a quien logre plegar mil grullas de origami se le cumplirá todo lo que pida. Con el deseo de curarse de la leucemia, la pequeña comenzó la titánica tarea de armar las mil grullas durante su convalecencia. Como se le fue acabando el papel, utilizó envoltorios de medicamentos y cualquier otra cosa que pudiera conseguir, para lo cual recorría las habitaciones de otros pacientes para pedirles papel. Hacía el plegado cada vez más pequeño para que le alcanzara el papel para llegar al objetivo de mil grullas.
“Con la ayuda de otros internados, Sadako logró superar el objetivo, pero su deseo no se cumplió y falleció cuando tenía 12 años”, recordó Tanaka. Varias de las grullas de Sadako se conservan en el Hiroshima Peace Memorial Museum, y durante su visita a la ciudad en 2016, el presidente norteamericano Barack Obama sumó su propia grulla a las de Sadako.
Para Tanaka también los trastornos físicos y psicológicos más complejos comenzaron años más tarde, en la adolescencia, alrededor de los 15 años. “Tuve que someterme a muchas intervenciones por trastornos en la visión a causa del destello. Constantemente me salían úlceras en la boca y en todo el cuerpo, y sufría frecuentes desmayos”, recordó. Pero su fuerza de voluntad le permitió casarse, formar una familia y también desarrollarse como artista plástica, con obras donde plasma su compromiso por la paz.
Tanaka confesó a LA NACION que sus temores a un nuevo conflicto nuclear volvieron a surgir este año con la guerra en Ucrania. “Creo que es muy miope la amenaza de Rusia de utilizar armas nucleares. No han aprendido nada de la historia”, se lamentó.
Para ella, su mensaje de esperanza sigue siendo el mismo que dejó su amiga Sadako.
En Hiroshima hay un Monumento a la paz de los niños, que recuerda a Sadako y a los miles de chicos que murieron en el ataque nuclear. Al pie de la estatua de la pequeña, que suele estar llena de grullas de origami que dejan los visitantes, hay una losa negra que tiene grabada la siguiente inscripción: “Este es nuestro clamor, esta es nuestra oración: construir un mundo de paz”.