Si desea averiguar la respuesta a este titular, le haría un par de sugerencias. La primera es que, en cuanto a las encuestas nacionales, se fije en los promedios de encuestas. Por ejemplo, la página de análisis FiveThirtyEight realiza un promedio ponderado de encuestas nacionales. Es decir, no asigna a todas el mismo peso al promediar, sino que les da un peso diferenciado con base en tres criterios: fecha de realización (mientras más cercana al día de la elección, mejor), tamaño de su muestra (mientras mayor sea, se presume que sería más representativa de la población) y desempeño previo de la encuestadora. Los diversos promedios de encuestas coinciden en darle a Joe Biden una ventaja cercana a nueve puntos (8,8%, específicamente) sobre Donald Trump. Es decir, una diferencia inusualmente amplia.
Pero, aunque hay un claro favorito, esa conclusión debe ser matizada por nuestra segunda sugerencia: para establecer probabilidades de triunfo, importan más las encuestas por estado que las encuestas nacionales. Ello debido al sistema de Colegio Electoral que explicamos en esta columna hace dos semanas. Es decir, sabemos que los demócratas ganarán el voto popular en California y los republicanos harán lo propio en Wyoming. Y da lo mismo ganar por uno o por un millón de votos, igual obtendrán todos los delegados de esos estados ante el Colegio Electoral.
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Por eso lo importante es ver cómo evolucionan las encuestas en los denominados estados pendulares, es decir, aquellos estados donde ambos candidatos tienen una probabilidad razonable de ganar el voto popular. Si bien Biden también tiene ventaja en las encuestas en la mayoría de esos estados, hay que hacer dos atingencias. La primera es que su ventaja es menor que en el promedio nacional de encuestas. La segunda es que las encuestas por estado suelen tener un mayor margen de error que los sondeos nacionales.
¿Qué ocurrió en el 2016?
Eso último es algo que comprobamos con la derrota de Hillary Clinton en el 2016, pese a su ventaja en las encuestas. Pero habría que añadir que, esta vez, una sorpresa de ese tipo es menos probable. De un lado, Biden tiene una ventaja mayor en las encuestas de la que tenía Clinton ad portas de la elección y, por lo demás, en el 2016 el resultado estuvo dentro del margen de error propio de todo sondeo: en sentido estricto, no hubo mayor sorpresa, dado que la diferencia entre resultado y encuestas estuvo dentro de lo previsible.
En segundo lugar, en retrospectiva, los encuestadores corrigieron el error que habrían cometido entonces: subestimar en su muestra a los blancos no hispanos sin educación superior (dado que estos fueron menos propensos a contestar encuestas). En tercer lugar, en el 2016 las encuestas identificaban una alta proporción de indecisos (entre 14% y 15%), buena parte de los cuales habría decidido en los días finales de la campaña votar por Trump.
En el 2020, los indecisos representan entre un 5% y 6% de los encuestados y, en cualquier caso, es menos probable que decidan a última hora votar por Trump. Esto último por tres razones. Primero, los indecisos hoy son más jóvenes y más diversos étnicamente que el promedio (de allí que solo un 31% de ellos apruebe la gestión de Trump, unos 11 puntos por debajo de la media). Segundo, medido por cuán desfavorable es la opinión de los electores sobre los candidatos, en el 2016 Trump derrotó a quien ocupaba el penúltimo lugar en popularidad en tiempos recientes (el último lugar lo ocupa el propio Trump, Biden sale mejor librado). Tercero, al día de hoy ya votaron de manera anticipada más de 90 millones de personas (una cifra sin precedentes).
Lo único que le queda esperar al presidente Trump es una afluencia masiva de sus votantes el propio martes 3 de noviembre.
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