Es medianoche y suena el timbre en la casa de Silvia, una maestra de la pequeña comunidad histórica de Roma, Texas. Es una jovencita que está empapada y ruega que la ayuden.
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Silvia vive frente al sendero arenoso que recorren cientos de inmigrantes indocumentados apenas cruzar el Río Grande y desembarcar en Estados Unidos. Como los 11.000 habitantes de este poblado del Valle del Río Grande, en la frontera entre Estados Unidos y México, convive desde hace décadas con inmigrantes sin papeles.
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Muchos tienen sentimientos encontrados: compasión y empatía por quienes llegan en busca de un futuro mejor, como hicieron muchas de sus propias familias años atrás, pero también inquietud y hasta temor por el número creciente de inmigrantes en los últimos dos meses, a veces 500 por noche, incluidas muchas familias y menores de edad que viajan solos.
“¿Qué vamos a hacer con todos estos niños? ¿Dónde los vamos a poner? Aquí también tenemos gente que precisa ayuda”, dice Silvia en la puerta de su modesta casa, donde tiene gallinas y jabalíes y ha colocado cámaras de seguridad.
La maestra de 58 años finalmente dio ropa seca a la joven que se había caído del bote pilotado por coyotes y casi se ahoga al cruzar el río, pero no quiso prestarle su teléfono para hacer una llamada.
“Son demasiados. Tengo miedo. Hay que hacer algo”, dice.
Roma es un sitio histórico nacional fundado hace 250 años y conocido también por ser un excelente lugar para el avistamiento de aves.
La gran mayoría de los habitantes habla español además de inglés, son de origen mexicano y trabajan como empleados públicos o en oleoductos petroleros. El presidente estadounidense Joe Biden ganó aquí las elecciones, aunque por poco.
Empatía
“Comprendemos a los inmigrantes porque conocemos sus experiencias, sus historias son también nuestra historia. La única preocupación que tengo como alcalde es si esto se torna un problema creciente que no podemos controlar”, dice Jaime Escobar Junior, alcalde de Roma.
En tres noches, periodistas de la AFP vieron a centenares de inmigrantes cruzando el río en botes a remo. La mayoría vienen de Honduras, Guatemala y El Salvador, escapando de la miseria y la violencia.
Las familias y los menores se entregan a la Patrulla Fronteriza (CBP) al llegar y son detenidos. A diferencia del gobierno de Donald Trump que deportaba a los menores, el de Joe Biden intenta reunirlos con familiares que ya están aquí. Algunas familias pedirán asilo y podrán aguardar su audiencia en libertad. Otras serán expulsadas.
Pero también hay migrantes adultos que llegan solos e intentan escaparse de la CBP. No es fácil; hay una fuerte presencia de las fuerzas del orden en Roma y sus alrededores. Biden asegura que la frontera no está abierta y que se deporta a todos los indocumentados adultos que son capturados.
En febrero casi 100.000 inmigrantes indocumentados fueron detenidos en la frontera con México, un regreso a niveles de mediados de 2019 tras un frenazo debido a la pandemia de covid-19.
Para Dina García Peña, fundadora del periódico local El Tejano, “aquí no hay nadie que no entienda la lucha por una vida mejor”.
“Muchos venimos de México. Mi papá fue indocumentado. Nosotros dejamos agua afuera en caso de emergencia, nunca negamos el teléfono a nadie” pero “estamos viendo grupos muy grandes, de 400 personas”, dice.
Un muro incompleto
“El gobierno tiene que hacer algo con esta gente, están buscando un lugar donde vivir pero son demasiados”, señala Tony Sandoval, de 67 años, vestido de jeans y sombrero. A veces da comida a los inmigrantes, pero le da rabia que le rompan periódicamente la cerca que rodea su finca en las afueras de Roma.
Mientras señala una porción incompleta del muro fronterizo de hierro rojizo entre plantaciones de sorgo y algodón, un proyecto emblemático de Trump, admite que le hubiera gustado que se terminara. Biden, que intenta revertir las políticas antimigratorias de su predecesor, congeló la obra al asumir hace dos meses.
El pastor Luis Silva, del centro Bethel Mission, también a favor del muro, recibe a los inmigrantes a la orilla del río, les da agua y los escolta hasta la CBP. En el bolsillo, su Smith and Wesson de 9 mm.
“Tiene que haber una manera de detener esto. Yo fui casi atacado en mi casa” por un hondureño, dice. “Por aquí es bastante el Lejano Oeste. Tenemos que cuidar a nuestra gente”.
Pero a Noel Benavides, dueño de JC Ramírez, una tienda de botas tejanas y sombreros fundada en Roma hace casi 200 años, el muro le parece “la cosa más ridícula que se ha visto” y “un despilfarro de dinero”.
Benavides debió vender al gobierno de Trump la tierra que tenía frente al río para la construcción de la barrera fronteriza.
“No los detendrán. Construyes un muro de cinco metros, conseguirán una escalera de seis”, afirma este hombre de 78 años y espeso bigote.
Su familia vive en la zona desde hace ocho generaciones, cuando Texas aún pertenecía a México y el Río Grande no era todavía la frontera bilateral. “Nosotros no cruzamos el río, el río nos cruzó a nosotros”, dice con una sonrisa. Algunos familiares quedaron del lado mexicano.
“Ahora hay inmigrantes llegando de todos lados del mundo”, dice Benavides. “Estados Unidos siempre ha sido un crisol de culturas. No existe una razón por la cual no debamos acoger a esta gente, que quiere trabajar”.
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