Agencia AFP

Cinco años después de firmar la paz, viven con terror en las mismas montañas de donde combatieron. En sus casas prefabricadas, los exguerrilleros confiesan sentirse cazados como “conejos” indefensos.

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A comienzos de 2017 unos 300 guerrilleros de las FARC se concentraron en un pequeño predio rural del municipio de Miranda, en el departamento de Cauca (suroeste), para entregar las armas. En la zona abundan los cultivos ilegales de marihuana.

En esa época todo era fiesta, pero luego la mayoría huyó. Una ola de asesinatos selectivos y la falta de tierras para sus proyectos agrícolas - “un incumplimiento de lo acordado”, alegan - rompió la vida colectiva.

“El mismo dolor que se le causó a tantas personas se ha vuelto un odio”, dice a la AFP Luz Dary Guarnizo, viuda de un exguerrillero asesinado a hachazos no muy lejos.

Aquí solo quedan unos 35 hombres y mujeres que no tuvieron adónde ir. A veces, cuentan, se oyen los disparos de los grupos que llegaron primero que el Estado para llenar el vacío dejado por las FARC en la cordillera.

Paradójicamente, la paz ha sido letal: 293 exguerrilleros fueron asesinados desde el desarme que vigiló la ONU. Cuando enfrentaban la ofensiva militar, entre 2006 y 2009, el ejército abatía a unos 640 guerrilleros al año, según el centro de estudios independiente sobre el conflicto CERAC.

Ya sin armas, fueron asesinados 59 por año.

Luz Dary Guarnizo, de 52 años, muestra la foto de su esposo exmiembro de las FARC, Manuel Alonso 'Romel', firmante del acuerdo de paz, asesinado en diciembre de 2020 cerca de su casa. (LUIS ROBAYO / AFP).
Luz Dary Guarnizo, de 52 años, muestra la foto de su esposo exmiembro de las FARC, Manuel Alonso 'Romel', firmante del acuerdo de paz, asesinado en diciembre de 2020 cerca de su casa. (LUIS ROBAYO / AFP).

Crimen brutal

“Lo que se ha dado es por venganzas de un pasado”, explica Guarnizo, una campesina de 52 años.

El 27 de diciembre de 2020 su esposo fue descuartizado. Manuel Alonso era un exguerrillero de 54 años que estuvo en prisión. En una de sus últimas fotos se le ve, sonriente, canoso y con un bigote en lo alto de un cerro sosteniendo una podadora.

“Me siento impotente. El acuerdo era que se iban a cuidar las vidas (...) A él, que fue uno de los que quiso que este proceso siguiera, le quitaron la vida”, suelta la viuda con voz entrecortada.

Conocido como Romel, Alonso salió de prisión en 2018 gracias al acuerdo de paz. Se dedicó a la ebanistería y la serigrafía, cuenta Luz Dary en su taller ahora abandonado.

Aun con la zozobra, los exguerrilleros limpian caminos, reparan escuelas o siembran árboles a la espera de que sus gestos sean reconocidos por un tribunal de paz que ofrece penas alternativas a la cárcel a quienes aporten verdad y reparen a sus víctimas.

Romel estaba respondiendo por unos 18 secuestros, algunos en esta misma región. “Yo no sé quién lo mató, pero si sé por qué lo mataron”, se lamenta Luz Dary. Una posible venganza asoma en su relato.

Solo en el 9% de los asesinatos de excombatientes la justicia ha identificado a los responsables.

La brutalidad del crimen marcó a los pobladores de esta aldea de casas con techo de lata: “A mí me da miedo, temor salir, me da miedo con mi marido, con el papá de mis hijos, porque el riesgo es que de pronto (los exguerrilleros) salgan y no vuelvan a sus hogares”, cuenta Amparo Cunda, una mujer de 28 años casada con un excombatiente de las FARC.

Sandra Morales, alias Camila Cienfuegos, ex miembro de las FARC, muestra una foto de su difunto guardaespaldas, José Loaiza, uno de los firmantes del acuerdo de paz con el gobierno que fue asesinado. (LUIS ROBAYO / AFP).
Sandra Morales, alias Camila Cienfuegos, ex miembro de las FARC, muestra una foto de su difunto guardaespaldas, José Loaiza, uno de los firmantes del acuerdo de paz con el gobierno que fue asesinado. (LUIS ROBAYO / AFP).

“Objetivo militar”

“Muchos de los hombres y mujeres que hoy estamos como firmantes de paz haciendo actividades en los territorios somos declarados objetivo militar”, denuncia Sandra Morales.

Una decena de escoltas - la mayoría exguerrilleros - y dos camionetas blindadas acompañan en todo momento a esta mujer de 40 años, exnegociadora del acuerdo de paz en La Habana y quien en la guerra se hacía llamar Camila Cienfuegos.

Ignacio Loaiza era uno de los rebeldes que dejaron las armas y conformaban su esquema de seguridad.

Fue asesinado a tiros en mayo. Estaba solo, “fue una cosa muy dura”, recuerda Morales durante un recorrido por la región con la AFP.

En su computador tiene docenas de fotos de compañeros que corrieron la misma suerte.

“En la guerra hubo momentos muy difíciles porque estábamos armados y sabíamos que era confrontación de dos fuerzas (...) pero es que ahora me parece muy cruel, porque se han dedicado a cazarnos como conejos, como patos”, reclama desconsolada.

Debilidad estatal

Nuevos grupos comandados por exmiembros de las FARC que se apartaron del pacto de paz, bandas de origen paramilitar y la guerrilla del ELN se disputan el control del Cauca. Es uno de los departamentos con narcocultivos de Colombia.

Es uno de los departamentos con narcocultivos de Colombia. Aquí también han caído nueve de los 43 exFARC asesinados este año.

Con la paz ya en marcha, los vecinos se acercaban a jugar fútbol en una cancha sintética construida junto al complejo donde viven los excombatientes. El año pasado un mortero artesanal fue lanzado cerca. Al parecer iba dirigido contra una patrulla militar. Tras la explosión, no volvieron ni los vecinos ni los soldados.

“Esto se debe (...) a una ausencia del Estado. No solamente de la presencia de fuerza pública, sino de un Estado con vías, con educación, con justicia”, apunta Leonardo González, investigador del centro de estudios independiente Indepaz.

Según González, los disidentes están detrás de gran parte de los crímenes. En su mayoría son “nuevos reclutas” que no pertenecieron a las FARC y “ven la implementación del acuerdo como un enemigo” contra la expansión de los cultivos de marihuana y coca.

Las historias de muerte se suceden. Como en el conflicto, son las viudas las que las cuentan. Nancy Medina tenía un bebé de tres años con Fernando Ramos, un exguerrillero indígena asesinado en el municipio de Caldono, en Cauca.

“Lo sacaron de su sitio de trabajo con engaños, diciéndole que hiciera un domicilio (...) lo estaban esperando para hacerle una emboscada”, relata la mujer. La autoridad indígena identificó a los culpables como disidentes de la organización Dagoberto Ramos.

Mientras sigan prófugos, Nancy teme por ella y su pequeño Elián. “Pueden tener represalias con la familia”, comenta en voz baja.

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