Buenos Aires lo inauguró en 1913, Ciudad de México en 1967, Caracas en 1970, Sao Paulo en 1974, Santiago de Chile en 1975, Río de Janeiro en 1979, Lima en 2011 y Quito en 2022.
Muchas ciudades grandes de América Latina tienen metro, menos Bogotá.
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Y cuando parecía que la primera línea finalmente se haría (de hecho, ya está en construcción), una nueva discusión entre políticos devolvió a los bogotanos en el tiempo.
Han pasado 81 años desde que se hicieron los primeros estudios de un metro para la capital colombiana. Es el rezago más grande de la región. Porque pasaron 23 años en Buenos Aires, 9 en Ciudad de México, 21 en Caracas y Lima y 20 en Río de Janeiro entre la presentación del primer estudio y la inauguración.
Lo de Bogotá es, por lo menos, peculiar. Y lo que ocurre ahora sirve para entender lo que ha pasado antes.
La línea 1 del metro fue decidida y contratada por el alcalde Enrique Peñalosa en 2016. Era un sistema elevado. Su sucesora y ahora alcaldesa, Claudia López, siguió con ese plan e inició la tarea pese a ser contradictora del elevado.
Ahora que la obra lleva 18% de construcción, el nuevo presidente, Gustavo Petro —exalcalde de la capital, viejo enemigo de Peñalosa y crítico del elevado—, decidió intervenir y hablar con la empresa china contratada para ver si su viejo anhelo, hacerlo subterráneo, es viable.
El 70% de los recursos destinados al metro vienen del presupuesto nacional. El resto son recursos de Bogotá.
La discusión entre elevado y subterráneo tiene muchas aristas y argumentos. Los bogotanos —ese pequeño urbanista que muchos acá parecen tener dentro— los enuncian por estos días: Petro afirma que un elevado daña el patrimonio y fomenta la inseguridad; la oposición alega que es más caro y que cambiar el contrato afecta el precio y los tiempos.
El debate ha aumentado la incertidumbre. Y eso tiene efectos, no solo sobre la construcción, sino en los plazos y términos de los préstamos para financiar las obras. Incumplir lo pautado con los chinos, encima, puede tener consecuencias legales y económicas.
Para aumentar la incertidumbre, este año hay elecciones regionales en Colombia. Y la capital, con su enorme electorado e influencia política, es la plaza más apetecida. El debate del metro se da en clave electoral.
Mientras tanto esta metrópoli de 10 millones de habitantes sigue liderando rankings internacionales de los peores tráficos del mundo.
¿Qué es, entonces, lo que ha impedido por 81 años que Bogotá tenga un metro?
“Cada vez más caro e inviable”
Cuando se hizo el primer proyecto, en 1942, Bogotá tenía 400.000 habitantes, un sistema eficiente de tranvía y una densidad poblacional promedio.
Pero luego los gobiernos, enfrascados en una lucha partidaria, modificaron el plan de desarrollo urbano varias veces y, con fines clientelistas más que urbanísticos, cambiaron el tranvía por los buses. La ciudad, al tiempo, recibió millones de desplazados por la violencia, convirtiéndose en una de las más densamente pobladas del mundo.
Bogotá es hoy una ciudad particularmente segregada, donde, en términos generales, los ricos viven al norte y los pobres al sur. La mayoría de la gente vive lejos de la mayoría de los empleos. Millones deben viajar tres o cuatros horas al día para llegar al trabajo.
A medida que las densidades poblacional y laboral generaron un embotellamiento urbano, la discusión sobre el metro se fue politizando, convirtiéndose en un símbolo de alta sensibilidad.
"Haber tomado la decisión en 1942 habría sido muchísimo más fácil que ahora", dice Oscar Alfonso Roa, un economista urbano. "Porque antes no existían los vericuetos institucionales, ni la segregación socioespacial, ni la complejidad comercial y financiera de ahora (…) Demorar la decisión solo ha hecho el proyecto más caro y más inviable".
En estas ocho décadas el Estado ha comisionado al menos tres estudios a entidades gubernamentales y siete a empresas privadas del exterior. Todos plantearon sistemas y presupuestos distintos. Todos crearon una esperanza que no generó obras, sino costos por incumplimientos.
El antecedente que complicó las cosas
Los expertos coindicen en que el metro de Bogotá nunca estuvo tan cerca de hacerse como en la década de los 90, cuando hubo consenso en un sistema y una forma de financiamiento.
Pero pasaron tres cosas: el país entró en una dura crisis económica, un terremoto en la Zona Cafetera desvió los esfuerzos del Estado y el metro de Medellín, que logró inaugurarse en 1995 tras 10 años de obstáculos, costó el doble de lo presupuestado.
"El metro de Medellín se gastó más dinero del que debía y a partir de ese momento se creó una Ley de Metros que impuso muchísimas restricciones para hacerlo", dice Valentina Montoya, abogada y experta en movilidad.
"En plena crisis y con esa ley resultó más fácil hacer el Transmilenio, que era más barato y no exigía tantos requerimientos", añade.
En ese momento, Enrique Peñalosa, un declarado escéptico del metro y un férreo defensor de los autobuses de tránsito rápido como el Transmilenio, administraba su primer periodo en la alcaldía de Bogotá (1998-2001).
Los buses rojos del Transmi, como les conocen acá, se tomaron la ciudad.
El viejo problema de la autonomía
Durante toda su historia republicana Colombia ha intentado organizar —para muchos sin éxito— la enorme diversidad de su territorio. La discusión entre la necesidad de un Estado federalista o centralista no quedó zanjada con las guerras civiles del siglo XIX ni con la Constitución firmada en 1991, que quiso dar autonomía a las regiones.
"Después de la Constitución quedamos con mucha autonomía municipal, pero poco presupuesto para grandes obras", dice Darío Hidalgo, doctor en ingeniería del transporte.
Si Bogotá quiere metro, depende de la nación. Y solo en contadas ocasiones, como en los 90, los dos gobiernos han estado alineados.
Ahora, con Petro y López en el poder, se desviaron los intereses y, como ha ocurrido antes, hay unas elecciones en el horizonte.
"Las ventanas entre la elección de presidente y alcalde son muy cortas (un promedio de dos años, sin reelección inmediata) para ponerse de acuerdo y avanzar", señala Hidalgo. "Cada alcalde y presidente quiere dejar su sello y reclamar el crédito".
Hidalgo recuerda la metáfora que usaba para explicar todo esto el exalcalde de Bogotá Antanas Mockus, un matemático y filósofo pionero en políticas de cultura ciudadana: "El miedo más grande de un macho latinoamericano —solía decir— es criar hijos ajenos, y necesitamos lo contrario: gente que pueda criar los hijos de otros".
La alcaldía de Bogotá es considerada el segundo puesto más importante del país. Ha sido trampolín para dos presidentes y cuatro candidatos presidenciales en los últimos 30 años.
Lograr que la obra de infraestructura más emblemática de la capital finalmente se haga es el objetivo de cualquiera que busque el poder en Colombia. Por eso todos intentan sacar crédito de ella.
Vericuetos institucionales
Además de su tradición centralista, Colombia tiene un viejo vínculo con las leyes. El Centro de Estudios de Justicia de las Américas reporta que ningún país, solo Costa Rica, tiene tantos abogados como este. Pocos sistemas judiciales tienen tantas altas cortes como este: ocho.
En un país leguleyo, los colombianos firmaron una Constitución garantista en 1991. El texto, quizá sin quererlo, generó un Estado fragmentado, lleno de pequeñas entidades con poder, que cuentan con pocos funcionarios y dependen de leyes y resoluciones que las hacen inflexibles.
Y eso, señalan los expertos, ha dificultado la ejecución del metro, sobre todo después de un escándalo de corrupción que tumbó al alcalde de Bogotá en 2011. Todo estudio puede ser demandado; todo proyecto debe pasar por enésimos filtros de veeduría. Vericuetos legales y administrativos que la oposición usa, legítima y legalmente, para entorpecer la gestión de quien gobierna.
Valentina Pellegrino, una antropóloga que ha estudiado las instituciones colombianas, asegura: "La Constitución del 91 generó una nueva idea de Estado y de rendición de cuentas que creó todas estas instancias de veedurías".
En materia de transporte, solo en Bogotá hay al menos nueve entidades que ejercen control de manera relativamente autónoma. Su articulación está sujeta a lógicas particulares de poder y presupuesto. Coordinar eso es, como dicen los colombianos, un "chicharrón".
Sobrediagnosticar para ejecutar
"No tenemos metro porque Bogotá —y Colombia— está llena de cobardes", dice Carlos Felipe Pardo, un psicólogo experto en movilidad. "Calculamos en exceso los riesgos de comprar algo. Esa cobardía se complementa con el riesgo más triste de la posibilidad de corrupción, y del miedo a los sobrecostos".
Ha habido políticos que no han querido tomar la decisión del metro. Otros que han querido entorpecer la decisión de quienes la tomaron.
Y ante la falta de resultados —dice Pellegrino— estudios, demandas y resoluciones: "Es como si lo importante fuera hacer la receta, no la comida (…) En Colombia tú exiges resultados y el Estado te da estudios y documentos".
En muchas instancias del Estado colombiano se sobrediagnostican los problemas como una manera de resolverlos, dice Pellegrino, basada en estudios académicos.
"Y eso es también lo que pasa con el metro de Bogotá, con la diferencia de que acá ha sido más visible, porque todos hemos visto esta pelea entre los estudios de uno y los estudios del otro".
Estudios, resoluciones y demandas que sirven a quienes no quieren criar hijos ajenos.