Este 9 de noviembre se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín. No faltarán las conmemoraciones, pero habrá muy poca celebración. Hoy, el país está dividido, una vez más, a lo largo de las líneas este-oeste, y esa división está creciendo aun más. Mientras tanto, la narrativa histórica de lo que realmente sucedió en los años posteriores a 1989 también está cambiando.
Hace solo unos años, cuando el país celebró consecutivamente el aniversario 25 de la desaparición del muro y la reunificación alemana de 1990, el estado de ánimo era de victoria y esperanza.
El presidente Joachim Gauck, un expastor de Alemania del Este que había desempeñado un papel en la desaparición del régimen comunista y que supervisó la desclasificación de los archivos de la policía secreta de la Stasi, elogió a las masas de Alemania Oriental que, en su “deseo de libertad”, se pusieron de pie para “abrumar” al “opresor”. Un levantamiento, dijo, que seguía la tradición de la Revolución Francesa. Un año después, Gauck habló con optimismo sobre la reunificación alemana, haciendo hincapié en la disminución de las diferencias entre los alemanes orientales y occidentales.
No estaba del todo equivocado: después del desempleo y las privaciones masivas producto del colapso de la economía estatal socialista en los años de la transición de la década de 1990, la economía en el este de Alemania ha experimentado una recuperación lenta y constante. Por su parte, las identidades regionales, antes sólidamente marcadas entre oriente y occidente, empezaron a suavizarse: el Instituto Allensbach, una organización dedicada a realizar encuestas, descubrió que desde el 2000, más personas a ambos lados de la antigua frontera se identificaban simplemente como “alemanes”.
Luego vino la crisis migratoria. Los alemanes de todo el país reaccionaron con enojo frente a la decisión de la canciller alemana, Ángela Merkel, de permitir la entrada de más de un millón de refugiados en setiembre del 2015. Pero la reacción en la antigua Alemania Oriental fue especialmente tóxica. En Clausnitz, una mafia intentó evitar que un grupo de inmigrantes recién llegados saliera de un autobús. En Dresde, un manifestante llevó una horca simulada por las calles.
La crisis ha pasado y la rabia se ha enfriado, pero la cicatriz continúa en la forma de un apoyo rabioso al partido xenófobo y de extrema derecha Alternativa por Alemania (conocido por sus siglas en alemán como AfD). Hoy, los estados de Brandeburgo y Sajonia –ambos del este– celebrarán elecciones, y se espera que AfD obtenga resultados récords: hasta un 25% de votos, en comparación con las encuestas nacionales que muestran un estancamiento del 11% al 14%.
Al mismo tiempo, una reciente encuesta de Allensbach muestra que los votantes de lugares como Brandeburgo y Sajonia se sienten de nuevo claramente “orientales”. Mientras que el 71% de alemanes occidentales respondió este verano que se sentían simplemente alemanes, solo el 44% de orientales respondieron lo mismo.
Sin embargo, la crisis migratoria no causó esta fractura. Tampoco la división económica regional. Las causas son más profundas, pero comprenderlas requiere revisar la historia que contamos sobre los años inmediatamente posteriores a la caída del muro.
La sabiduría convencional asegura que la revolución de 1989 vino desde cero, desde las masas de alemanes orientales que estaban hartos de un régimen totalitario. Pero recientemente, en “The Frankfurter Allgemeine Zeitung”, un importante diario alemán, el historiador Ilko-Sascha Kowalczuk argumentó que, de hecho, la revolución fue impulsada por un pequeño número de grupos activistas, y que los “ciudadanos normales” observaron “detrás de las cortinas y esperaron a ver qué pasaría”.
Lo que parece una disputa académica, de hecho, plantea preguntas fundamentales sobre la identidad poscomunista de Alemania. ¿Cuántos alemanes orientales querían la revolución? ¿Cuántos estaban cansados de ser “alemanes orientales” y buscaban activamente la unidad con occidente? ¿Se equivocó el Sr. Gauck cuando dijo que los alemanes orientales “abrumaron” a sus opresores? ¿O eran participantes pasivos que se encontraban abrumados y que contemplaron el dolor de su repentina dislocación escrita por fuera de la historia?
Lo mismo sucedió durante la crisis migratoria: los alemanes orientales sintieron nuevamente que la historia se estaba decidiendo sin que nadie les pidiera su opinión. Pero esta vez han tenido suficiente, y tres décadas de ira y miedo enterrados han emergido en la forma de un nacionalismo tóxico y xenófobo.
Probablemente, esta narrativa también esté incompleta. Sin embargo, ha ganado tracción, sobre todo porque AfD lo está explotando. El partido ha pedido a los votantes que “completen la revolución”, evocando la sensación de que cualquier injusticia que los alemanes orientales hayan sufrido desde 1989 podría ser redimida a través de un levantamiento populista. El canto más popular de las manifestaciones de 1989 –“Wir sind das Volk” o “Somos el pueblo”– también se ha convertido en un eslogan de la derecha.
De ahí el tono apagado del próximo aniversario. Menos triunfalismo, menos conversaciones sobre unidad, y al menos algún reconocimiento de que los alemanes orientales sufrieron “a partir de esa ‘caesura’”, como lo expresó Ángela Merkel en una entrevista con el semanario alemán “Die Zeit”. Sin embargo, hasta ahora, el resto de Alemania no tiene un plan para responder a este aumento de ira del este.
Cuando en su discurso del 2015 el señor Gauck comparó la tarea de integrar a los refugiados recién llegados con la integración entre Alemania Oriental y Occidental, dijo que la segunda tarea fue más fácil: “Los alemanes del este y del oeste hablan el mismo idioma, recuerdan la misma cultura, la misma historia”.
Resulta que no lo hacemos. Treinta años después de la caída del muro, los alemanes hemos comenzado a reconocer cuán diferentes somos en realidad, y que una Alemania verdaderamente unificada todavía tiene un largo camino por recorrer.
–Traducido y editado–
© The New York Times