La semana pasada el Perú entero se estremeció con el caso de Mila, una niña de Iquitos de 11 años, que quedó embarazada producto de la violación que sistemáticamente vivió por parte de su padrastro desde los 6 años. El pasado 3 de agosto, una Junta Médica del Hospital Regional de Loreto, le negó el derecho a acceder a un aborto terapéutico, alegando que la menor no tenía ningún problema psicológico y “que el protocolo no aplicaba para casos de violación”.
El rechazo a esta respuesta fue inmediato. Los organismos de Naciones Unidas en Perú y diversas entidades de protección de la niñez se pronunciaron en contra. También lo hicieron medios, opinión pública e incluso, ministros. La funcionaria de la Unidad de Protección Especial del MIMP que intentó persuadir a la mamá de Mila de continuar con el embarazo de su hija fue separada de su cargo. El Poder Judicial, a través de la Comisión Permanente de Acceso a la Justicia de Personas en Condiciones de Vulnerabilidad, condenó el hecho y llamó a actuar conforme a estándares de derechos humanos. El Ministerio Público abrió investigación preliminar contra los responsables por el presunto delito de tortura en agravio de la menor. Y, lo más importante, una segunda Junta Médica del Instituto Nacional Materno Perinatal aprobó el aborto terapéutico al que debió acceder desde un inicio sin dilaciones. De no ser por la visibilidad del caso, y el apoyo que tuvo para hacer valer sus derechos, Mila pudo haber sido una de las más de mil niñas forzadas a ser madre al año en este país, según cifras del Sistema de Registro del Certificado de Nacido Vivo.
El caso de Mila, sin embargo, no acaba aquí ni por asomo. Por un lado, queda pendiente el acceso a la justicia y reparación de ella y su madre, quien fue igualmente víctima de violencia de género por parte del padrastro, y aparentemente el tío también. Por el otro, están pendientes los desafíos de no repetición para que ninguna otra niña tenga que pasar por lo mismo que vivió Mila. Más aún, en un escenario en el que el Derecho parecía haberse impuesto sin ambages cuando hace apenas dos meses el Perú fue condenado por el Comité ONU de los Derechos del Niño por otro caso similar (Caso Camila). Aquel dictamen, plenamente vinculante, determinó que el Estado debe facilitar el aborto en todos los supuestos de embarazo infantil. Para ello, le ordenó adecuar la normativa interna para prever la aplicación del aborto terapéutico en las niñas, considerando el especial riesgo que supone para la salud y vida forzarlas a ser madre. Todo lo que el Comité le ordenó el Estado, empero, lo incumplió meses después con Mila.
Hace 99 años que el aborto terapéutico está despenalizado y hace 9, que está protocolizado en el Perú. Esta es una figura que se incluyó en el Código Penal de 1924 que, aunque no existiera expresamente, igual aplicaría en base a los principios del derecho penal. Ahí donde existen un estado de necesidad por un conflicto entre dos bienes importantes (vida y salud de la gestante vs. vida del concebido), el Derecho exige hacer prevalecer el de mayor valor (en este caso, de la gestante por ser persona). El artículo 119 indica que el aborto terapéutico rige cuando es el único medio para salvar la vida de la gestante o evitar en su salud (que puede ser física o mental) un mal grave y permanente. Ese es el caso de niñas menores de 14, quienes tienen cuatro veces más riesgo de morir durante el parto que una mujer adulta (SIS 2016). Sus cuerpos no están preparados para parir. Y desde que el embarazo es producto de una violación, obligarlas a maternar es revictimizarlas y condenarlas a la depresión, ansiedad e ideaciones suicidas para toda la vida. En buena cuenta, es una forma de tortura (así calificado por el derecho internacional); más, si el agresor ha sido un familiar. Las niñas tienen derecho a una vida libre de violencias, al disfrute del más alto nivel posible de salud, a ejercer la infancia y no la maternidad. Porque hay que repetirlo hasta el cansancio: son niñas, no madres.
A Camila, una niña indígena que, a los 13 años fue víctima de violación por parte de su padre, no sólo se le negó el aborto terapéutico, tal como pasó con Mila, sino que se le criminalizó luego de tener un aborto espontáneo. La criminalización no solo vino de parte de los operadores jurídicos, sino igualmente del personal médico que la hostigó y desprotegió. Para el Comité ONU, esto fue un hecho de discriminación porque Camila incumplió el estereotipo de género que pesa sobre las mujeres de ser madre y constituyó también una forma de violencia. Nada importó que el aborto no haya ni siquiera sido inducido; para la fiscalía, la presunción de inocencia se tornó en uno de culpabilidad por desafiar su destino reproductivo.
Las leyes sobre aborto terapéutico están ahí, esperando ser aplicadas debidamente. El problema es que no lo son. Por más insólito que parezca, un estudio de Justicia Verde (2022) reveló que, entre 2016 y 2021, se registraron 55 denuncias e investigaciones por el inexistente “delito de aborto terapéutico”, que el mismo Código Penal señala como no punible. En Perú, se criminaliza ahí donde no hay delito, como en el caso de Camila, y se ignora ahí donde la ley obliga a aplicar el aborto para proteger la salud y la vida, como pasó en el caso de ambas. Pero la ley es apenas un instrumento. Fundamental, pero insuficiente. Las barreras de acceso al aborto terapéutico son principalmente extralegales y esas son las más difíciles de erradicar. Estas persisten incluso, en países donde el aborto teóricamente es legal, seguro y gratuito. Por eso, el desafío es, sobre todo, cultural. Principalmente en un país como el nuestro profundamente conservador donde tenemos en espacios de poder a funcionarios, congresistas y representantes de la Iglesia que interpretan antojadizamente las leyes bajo el sesgo de los dogmas de una religión que históricamente ha definido el rol de las mujeres a no ser más que biología.
Vivimos en una sociedad hipócrita frente al aborto. Algunos sectores se espantan de solo invocarlo, como si jamás hubieran visto un cartel de ‘atraso menstrual’ en un poste o en el piso. Pero es una realidad latente y una salida para asegurar los derechos de las mujeres y niñas más vulnerabilizadas. En promedio, 19% de las mujeres entre 18 y 49 en el Perú han abortado alguna vez en su vida, y aunque vienen de todos los niveles socioeconómicos, la mayoría se encuentra en los niveles C y D/E (Promsex, 2018). El aborto no desaparece, aunque sea delito. Pero sí lo vuelve más inseguro y su acceso, más arbitrario y discriminatorio, principalmente para quienes tienen menos recursos. La interrupción voluntaria y segura del embarazo no es un capricho; es parte de nuestros derechos sexuales y reproductivos, y el Estado debe abordarlo como un asunto de salud pública. Decidir sobre nuestros cuerpos es una cuestión de dignidad, de reconocer a las mujeres como seres con autodeterminación para conducir sus proyectos de vida; y no reducirlas a meras incubadoras. Más, si el aborto es una salida para proteger la salud y la vida. Ninguna creencia ideológica o religión debe imponerse al ejercicio de estos derechos. Menos, en un Estado que se reconoce a sí mismo como laico.
Despenalizar la libertad fundamental de decidir sobre el propio cuerpo es una salida a la que hay que aspirar, pero no la única. Necesitamos hablar más del aborto y desestigmatizarlo desde nuestros espacios. Muchas veces, las mujeres y niñas que buscan abortar lo hacen en soledad. El miedo las paraliza y la falta de información, comprensión y empatía en sus entornos hacen más duro el proceso. Frente a esa realidad, #AcompañaSuDecisión nace como una campaña que busca crear conciencia sobre la necesidad de formar espacios de acompañamiento, contención e información para niñas, adolescentes y mujeres que así lo necesiten. Abortar es una decisión personal que ocurre, aunque algunos no lo quieran ver o aceptar. Mientras defendemos la necesidad de cambios en la política estatal, está en nosotros construir una sociedad que las acoja sin juzgar.