En nuestro sistema educativo el concepto de “aprobado” engloba a una amplia diversidad de estudiantes. Aprueban cursos los talentosos, los que se sacrifican, pero también los que hacen las tareas a última hora y los que se copian del compañero en los exámenes y trabajos.
Aprobar no representa nada en términos de calidad de un estudiante y es poco útil para evaluar la gestión de una municipalidad como la de Lima. Que una gestión sea simplemente aprobada podría significar que es percibida como extraordinaria o que cumple con estándares muy básicos en lo que refiere a la administración pública.
El alcalde Luis Castañeda durante su primer año ha sido aprobado por una amplia mayoría de limeños. Según las diferentes encuestadoras, su aprobación ha oscilado entre el 60% y 70%. Sin duda, es de las autoridades que, según este tipo de mediciones, alcanza los porcentajes más elevados de aprobación, sobre todo si lo comparamos con la gestión anterior. Sin embargo, ¿aprobar es suficiente para festejar? En ningún sentido.
Hace unas semanas el observatorio ciudadano Lima Cómo Vamos presentó su informe 2015 en el cual detallan la evaluación de la gestión de Lima. El informe indica que un 53% de limeños está de acuerdo con que existe corrupción en la mencionada gestión metropolitana y un 41% que no es transparente en el manejo de los recursos públicos.
Además, un 67% se encuentra descontento con la forma como la municipalidad enfrenta los problemas que afectan el medio ambiente en la ciudad y un 51% se manifiesta insatisfecho respecto de la forma en que atiende los problemas del transporte público. Apenas un 10% se manifiesta satisfecho sobre el mismo punto.
Los datos de la misma encuesta señalan que la gestión de Castañeda es considerada regular por un 51% y mala por un 22%, mientras que apenas un 25% la percibe como buena. Estos números, al ser contrastados con las encuestas de aprobación del burgomaestre, muestran que nuestra sociedad aprueba lo mínimamente aceptable.
Entonces, estar aprobado no es enteramente mérito de Castañeda. Es en parte consecuencia del bajo desempeño de las autoridades en general, de modo que lo mínimo es destacado: “que haga aunque sea algo para aprobarlo”.
Teniendo en cuenta que es importante para el debate público saber cuáles son las percepciones ciudadanas sobre la gestión pública, convendría dirigirse en tres sentidos. El primero consiste en discutir la validez técnica del reduccionismo “aprobar y desaprobar”, pues invisibiliza valoraciones mucho más complejas. El segundo es reconfigurar el debate político de manera que se otorgue a los indicadores objetivos sobre una buena gestión un lugar preponderante.
Y, por último, tenemos que ser muchísimo más cautelosos en el manejo del porcentaje de aprobación. No son base para comentarios triunfalistas. Recibir la aprobación de los limeños no significa necesariamente que consideren a la gestión como buena o muy buena.
Lo conveniente en ese caso es poner la valla muy por encima de lo regular. No es suficiente aprobar un curso o “pasar el año”, sino estar entre los destacados. Es decir, hacer una gestión excelente.