Luego de las pasadas elecciones locales, el Perú ha comprendido la necesidad de enfrentar el reto que implica el asedio de la criminalidad a las instituciones democráticas. Dado que en los recientes debates se ha venido mencionando el caso colombiano, vale la pena repasar lo ocurrido en una nación que ha sufrido de manera constante y recurrente los problemas del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla, además de las más variadas formas de criminalidad común. El camino para superar esos problemas se ha recorrido no solo mediante la acción de las Fuerzas Armadas y de la justicia, sino también mediante reformas políticas que han buscado romper los continuos vínculos que la criminalidad entreteje con el poder.
No es una tarea completa ni finiquitada: subsisten el narcotráfico y la criminalidad (aunque con mucho menos poder que en el pasado), y el país se encuentra en plena negociación con las FARC para terminar un conflicto armado de 50 años. Ninguna democracia puede realizarse plenamente mientras subsistan amenazas de semejante tamaño, pero frente a ello existen dos opciones: restringir los derechos para contrarrestar la ilegalidad o fortalecer las instituciones para restarle espacios. Colombia optó por el segundo camino.
A partir de la Constitución de 1991 se establecieron las bases para enfrentar los vínculos entre la criminalidad y el poder. Una norma de mayor importancia fue la que eliminó el fuero parlamentario (detrás del cual intentó protegerse Pablo Escobar) y que estableció un estricto régimen de inhabilidades e incompatibilidades. Fruto de ello, más de 70 congresistas han perdido sus curules en el Congreso y con ello cualquier posibilidad de ser elegidos en otros cargos públicos.
Las facilidades para investigar a políticos electos en el Parlamento permitieron que 14 congresistas fueran condenados por la Corte Suprema de Justicia por enriquecimiento ilícito luego de aliarse con el cártel de Cali, en el famoso escándalo conocido como el Proceso 8.000 y que confirmó la financiación de la campaña presidencial en 1994 con dinero de la mafia.
También la Corte Suprema abrió investigaciones a 199 congresistas elegidos entre 1994 y el 2014, de los cuales 41 han recibido fallos condenatorios por concierto para delinquir luego de probarse sus alianzas con organizaciones paramilitares y con las FARC.
El origen de esta convivencia entre política y crimen se genera en un sistema político que se edifica sobre el desempeño individual de los candidatos como elemento central de la acción política. Esta situación sirve de caldo de cultivo para que se reproduzca la relación permanente entre políticos y criminales. Las reformas constitucionales del 2003 y del 2009 buscaron sentar las bases de una política más colectiva y con un papel más importante de los partidos.
En el 2009, la reforma incorporó el concepto de responsabilidad política para señalar que no solo se sancionan las conductas individuales (enmarcadas en el ámbito penal) sino que también son sujetos de castigos los partidos y sus dirigentes.
Nunca las reformas eliminarán los problemas de una vez y para siempre. Sin embargo, dadas las semejanzas en el modelo político individualista y en el sustrato de informalidad e ilegalidad de nuestras sociedades, vale la pena revisar la experiencia colombiana para que el Perú defina sus propias respuestas. Acostumbrarse a convivir con el crimen es la peor de las opciones.