La reciente noticia de Venezuela ha sido preocupante y no menos sorprendente. A medida que la economía venezolana continúa su lucha y la inflación empuja muchas de las necesidades básicas diarias fuera del alcance de la gente trabajadora, el presidente Nicolás Maduro ha respondido, no con un plan, sino con una ofensiva. Esto incluye la detención de Antonio Ledezma, alcalde de Caracas, y otras figuras de la oposición con cargos cuestionables –sin mencionar los encarcelamientos de manifestantes pacíficos–.
Los intentos del Sr. Maduro para desviar las críticas, al señalar la agresión de Estados Unidos y la intromisión internacional –incluso si esto fuera cierto–, no harían nada para resolver los problemas de Venezuela. Si fuera un líder serio, él debiera mirar, primero, la economía venezolana, que, en realidad, se trata de dos economías separadas e inequitativas.
A pesar de su reputación de redistribución, Venezuela ha visto crecer la desigualdad. Los venezolanos de a pie han visto reducir su poder adquisitivo ante la rápida subida de la inflación, mientras la élite se ha respaldado en la creciente fuerza de su acceso a los dólares. Una dicotomía que lanza la cada vez más desigual economía venezolana hacia los extremos.
Los problemas económicos de Venezuela se extienden más allá de la desigualdad y la pobreza. En el largo plazo, Venezuela deberá seguir el ejemplo de otros países de América Latina y reorientar su economía lejos de la dependencia volátil del mercado de exportación de petróleo. Deberá desarrollar otros recursos y capacidades a través del amplio espectro de industrias más intensivas en trabajo como la fabricación o elaboración de productos agrícolas. Pero ese problema a largo plazo no es razón para no intentar hacer frente a la desigualdad que enfrenta actualmente.
Las herramientas para hacerlo varían en complejidad y dificultad, pero ofrecen una gran variedad de enfoques para un gobierno comprometido con el tema.
Una herramienta fundamental es la combinación de la recaudación de impuestos y la política fiscal. La mejora de la recaudación de impuestos eleva los ingresos sin subir las tasas y esos ingresos permiten inversiones para atender la salud, la educación infantil, la educación primaria y secundaria, la formación profesional y los programas de educación agrícola que ofrecen a los pobres la oportunidad de mejorar sus vidas.
Otra herramienta es el apoyo directo, que a menudo toma la forma de aumento de la financiación y las mejoras en el alcance de los programas tradicionales, de larga data, como pensiones para los ancianos y los seguros de desempleo.
Pero más reciente, los enfoques más innovadores también muestran una gran promesa. Están entre ellas las transferencias monetarias directas condicionadas: pagos efectuados directamente a las familias pobres, siempre y cuando cumplan con ciertas condiciones, como mantener a sus hijos adolescentes en la escuela. Cuando yo era presidente del Perú, tuvimos éxito particular con las transferencias directas condicionadas (programa conocido como Juntos). Un estudio del Banco Mundial atribuye a Juntos un recorte del 5 % en la brecha de la pobreza en solo pocos años y mostró efectos secundarios positivos, así como el aumento del consumo de alimentos y el uso más fiable de los servicios de salud por parte de los niños y de las madres embarazadas.
A través de estas y otras intervenciones, los gobiernos de América Latina han demostrado en los últimos años que la lucha contra la desigualdad es posible. Entre el 2000 y 2011, el porcentaje de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza en América Latina se redujo del 42% al 29%, mientras que la extrema pobreza cayó del 18% a 11,5%. Disminuir la desigualdad no es fácil, pero es una forma esencial para ayudar a aliviar la agitación política durante tiempos económicos difíciles.
Arreglar la economía, sin embargo, es solo una de las tareas que enfrenta el Sr. Maduro. La segunda va a ser más dura: Él debe desterrar la mentalidad conspiradora e instintos autoritarios heredados del régimen de su predecesor, Hugo Chávez, y aceptar que la verdadera democracia incluye la disidencia, que significa respetar a las minorías.
La liberación de los líderes de la oposición encarcelados es el primer paso; reconocer que los manifestantes tienen preocupaciones válidas y un derecho a expresarlas es un necesario segundo paso. Lamentablemente, no hemos visto ninguna señal de que el Sr. Maduro lo entiende o de que él está dispuesto a cambiar. Hasta que suceda, la comunidad internacional debe mantener la presión externa para que coincida con la presión interna que se genera en las calles.
La realidad es que la lucha contra la desigualdad y la lucha por la democracia van de la mano. Cuando las ganancias se distribuyan más ampliamente, la economía no es el único beneficiario: la democracia recibe un impulso también. Las sociedades democráticas que son económicamente más equitativas tienden a ser democracias más profundas, con una mayor participación y con un poder más ampliamente compartido y con toma de decisiones.
Las mejoras en un área pueden tener efectos saludables en otra. Mientras la gente sienta que su trabajo está siendo recompensado y que los frutos del éxito se distribuyan más ampliamente, ellos son más propensos a verse a sí mismos como ciudadanos, con derechos y responsabilidades. Del mismo modo, cuando la gente siente que el Estado de derecho es fuerte y que la democracia es sólida, es más probable que hagan tanto inversiones de capital como de trabajo, que son las bases del crecimiento económico a largo plazo.
El camino hacia adelante para Venezuela, como para muchos otros países que enfrentan problemas similares, no será fácil y el cambio no vendrá de la noche a la mañana. Pero los arrestos y la negación, sin duda, no son la respuesta. Venezuela, América Latina y el mundo merecen algo mejor.
Artículo originalmente publicado en “The New York Times”.