El pasado miércoles 16, el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, ofreció disculpas a los congresistas que días atrás había calificado como “vacadores” y “golpistas”. No es la primera vez que el ministro Torres ha tenido que dar un paso atrás, pues desde el inicio de este Gobierno se ha caracterizado por tener una actitud siempre irascible y confrontacional. No es la persona más dialogante y colaborativa, que es lo que requiere un Gobierno en permanente crisis.
A pesar de ello, el jefe del Gabinete Ministerial no parece ser el problema mayor, pues viene acompañado de un conjunto de ministros cuestionados y, en especial, de un ministro de Salud cuyo extravagante ejercicio de la profesión ha dejado desconcertados a los propios médicos y funcionarios del sector.
Al mismo tiempo, otro sector del Gabinete, quizás más acostumbrado a las tramas judiciales, ha apelado al discurso del “golpe de Estado” y a las denuncias constitucionales contra los congresistas que se reunieron de manera legítima y pública para dialogar sobre la crisis política en un evento realizado por una fundación promotora de la democracia. Estas denuncias, claro está, no resisten el mínimo análisis jurídico.
Pero estas acciones del Gabinete Torres no nos sorprenden. Cuando era ministro de Justicia, Torres asistió a la Comisión de Constitución y Reglamento para exponer el proyecto de ley de reforma constitucional. En medio de exabruptos, amenazó a los congresistas con un juicio constitucional por la aprobación de una norma cuya legalidad, hoy en día, está más que confirmada.
Más bien, estos ataques simultáneos y concertados de diferentes ministros parecieron una intentona por entorpecer el diálogo político y arrastrar al Legislativo a una confrontación de la que nadie podía salir ganador.
La búsqueda de diálogo o agendas comunes, que se ha anunciado desde el Congreso, es lo que nos debe llevar a reflexionar sobre cómo debe ser la relación entre un nuevo Gabinete y el Congreso al que el primero debe solicitar la confianza. Está claro que Torres, en un primer momento, quiso reeditar la actuación del ex primer ministro Héctor Valer y convertirse en una “bala de plata” provocando y atacando al Congreso.
Sin embargo, hoy en día cabe preguntarse si este momentáneo entendimiento al que se podría llegar no es más que una de las consecuencias que genera la obligación del Congreso de tener que pronunciarse sobre un Gabinete. Este procedimiento, ajeno a nuestra forma de Gobierno, ha sido, en los últimos tiempos, más fuente de enemistad que de colaboración entre los poderes del Estado.
Cada nuevo ministro no solo debe ser del agrado del presidente, sino también merecedor de la confianza de la representación nacional, lo que no tiene mucho sentido en nuestro régimen presidencialista. Por esa razón, desde la Comisión de Constitución aprobamos modificar el artículo 130 para dar plena libertad al presidente para designar a sus ministros, que serán sometidos, cuando corresponda, al control político.
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