Aunque parezca el “resultado natural” de un Gobierno conservador e improvisado, el Gabinete formado alrededor de Héctor Valer sí sorprende. Quizá no por sus características generales, pues las promesas de campaña y los errores iniciales del Gobierno auguraban tal posibilidad. La sorpresa viene por el rápido nivel de descomposición ejecutivo (¡seis meses!) y la constatación del muy reducido poder de convocatoria de este presidente. No es gratuito ese sentimiento de “fin de ciclo” que motiva a que tirios y troyanos empiecen a clamar por su salida. La sensación es que cada mes del gobierno castillista ha comprimido la dinámica política que normalmente se desarrollaría en un año.
Por ello, este Gobierno ha enfrentado tensiones y problemas que otrora hubieran tomado años en aparecer o materializarse como crisis. Solo así se puede conformar un Gabinete tan deficiente que es capaz de generar un cuestionamiento transversal en un país polarizado. Son más de una las fuerzas que influyen en este problema que es más síntoma que enfermedad (en general, no olvidemos que Castillo es presidente, en gran medida, como producto de la crisis) y todas se han manifestado en muy poco tiempo.
El primer problema son las tensiones internas. El presidente Castillo tiene que acomodar los deseos y voluntades de una coalición que empieza por un partido ajeno y termina en una constelación de aliados electorales con intereses muy distintos. Esto no sería un problema tan grande si no fuese porque el presidente es en sí mismo representante de un grupo de interés y, sobre todo, que se enfrenta a un escenario en el que tiene que asegurar votos en el Parlamento porque su supervivencia depende de ello. El resultado son equipos ministeriales llenos de personajes cuestionados que representan las agendas que gravitan la constelación.
Una segunda complicación es la desconexión con la realidad. Un presidente que señala temerariamente no seguir noticias ni confiar en las encuestas está en serios problemas. Solo así se entiende que se persista en el error de la repartija de ministerios antes que en sintonizar con una ciudadanía muy crítica y con una cultura de culto exagerado por la tecnocracia. No es injustificado que el Gabinete Valer haya recordado al presidido por Ántero Flores-Aráoz en noviembre del 2020: un sancochado de figuras con carreras políticas prehistóricas e ideas trasnochadas que, lejos de apaciguar las críticas sobre la legitimidad del Gobierno, lo hicieron mucho más vulnerable a la caricaturización.
Un tercer problema es el acceso a cuadros de calidad. Organizar un Gabinete requiere poder escoger entre personas idóneas. Como advertía Javier Díaz-Albertini en estas páginas, la crisis partidaria ha limitado de forma importante la oferta política y, sobre todo, el acceso a redes de expertos que puedan darle solvencia técnica a este gobierno. No es gratuito que en las últimas décadas hayamos vivido en el reino de los tecnócratas “independientes”. Aunque omnipresentes, llegar a ellos no es tan sencillo, pues depende del acceso a círculos sociales y políticos que no son abiertos para todo el mundo. Al presidente Castillo le falta voluntad de acercarse a estos sectores, pero aun si se lo propusiese, tendría grandes dificultades para acercarse y convencer a personas que están muy lejos de sus círculos sociales.
Esto se agrava por el creciente aislamiento político. Conforme pasa el tiempo, es muy común que los presidentes vayan sumando errores y decisiones políticas que los alejen de potenciales aliados. Esto incluye la posibilidad de convocar a ministros fuera del partido en caso sea necesario. Expertos y figuras políticas “independientes” temen que su reputación sea hipotecada al formar parte de un Gobierno cuestionado. Esto les ha sucedido a otros presidentes, pero la rápida erosión de la imagen del presidente Castillo y el maltrato sufrido por algunos exministros mella considerablemente su capacidad de convocatoria. Hoy en día es difícil imaginar nombres con la reputación y experiencia necesarias que estén dispuestos a “quemarse” para solventar las limitaciones exhibidas por el presidente.
Estos problemas no son exclusivos del Gobierno actual, son síntomas agudizados de una enfermedad que padecemos desde hace décadas. Aunque la precariedad de los Gabinetes se ha incrementado sustantivamente desde hace seis años, lo que estamos observando en los últimos meses es un caso extremo, aun para esos estándares. Aquí se mezclan los cuestionamientos de una oposición poderosa que sigue rumiando su derrota y la impericia de un gobernante que, además, no cuenta con los recursos que implica ser parte del ‘establishment’. El presidente debería ser consciente de que esto no se soluciona rencauchando Gabinetes. La crisis es una oportunidad para mostrar mayor apertura a alternativas distintas que le ayuden a construir una plataforma mínima pero concreta de reformas para el país. Paradójicamente, esto requiere la voluntad cooperativa de los mismos actores que hoy tienen todos los incentivos para que la pradera siga ardiendo.
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