Con el dinero que se habría perdido por la corrupción el año pasado, el Perú hubiera podido cerrar el 85% de la brecha de corto plazo de la infraestructura en el sector salud. Es inevitable pensar en lo que esto habría significado en miles de vidas si la lucha contra la corrupción se asumía como un esfuerzo de la sociedad y todas las instituciones antes de la pandemia. La corrupción también mata.
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De acuerdo con el Plan Nacional de Infraestructura para la Competitividad, la brecha por cubrir en el sector salud es de S/27.545 millones. Solo en el 2019, el país perdió más de S/23 mil millones por corrupción e inconducta funcional, esto es prácticamente el 3% del PBI y el 15% de la ejecución presupuestal anual, según el “Cálculo del tamaño de la corrupción y la inconducta funcional en el Perú: una aproximación exploratoria”, elaborado por la Contraloría General de la República (CGR).
Pero estos resultados palidecen si sumamos al mal uso de los fondos del presupuesto un manejo inadecuado de activos estatales y la regulación aplicada a diversos sectores. Piénsese, por ejemplo, en la aprobación irregular de un permiso de pesca que afecta la biomasa, o la explotación forestal indebida de un espacio territorial protegido; o cuando se emite una licencia de funcionamiento a una empresa sin considerar los mínimos estándares de seguridad, etc. Hay claramente corrupción y un perjuicio para la sociedad en estos casos, pero no se ha movido ni un sol del presupuesto público. Por eso, el cálculo del perjuicio es apenas un punto de partida.
Dado que la coima no sale nunca de la utilidad del mal empresario sino de las sobrevaloraciones, el problema de la corrupción se erige en el fondo sobre un problema de eficiencia, y aunque no toda ineficiencia constituye un acto de corrupción, sí genera una pérdida de recursos a la sociedad.
Luchar seriamente contra esa ineficiencia a partir de la modernización de la administración pública y el fortalecimiento real de un servicio civil meritocrático y flexible, es también luchar contra la corrupción. De ahí la urgencia de que el nuevo gobierno inicie un proceso de reforma y modernización que, junto a la reforma de la justicia y del control gubernamental en curso, permitan dar respuesta a este urgente problema.
Si este perjuicio se observa en situaciones de “normalidad”, en estos tiempos de COVID-19 es mucho peor. En primer lugar, por la urgencia de gastar enormes cantidades de recursos públicos con flexibilización plena de los requisitos de contratación y con una enorme volatilidad de los precios de mercado. En segundo lugar, porque las necesarias medidas de inmovilización social afectan también el trabajo de las entidades públicas si no disponen de un adecuado soporte digital, afectando el acceso a la información, vigilancia y una adecuada rendición de cuentas a los ciudadanos.
La ley 31016 que dispuso que la CGR salga de la cuarentena y se despliegue como un servicio público esencial permitió la realización y publicación inmediata de más de 10.000 informes de control. La sola aplicación del control posterior, cuando todo está consumado, no era suficiente. La lógica preventiva del control concurrente constituye un acompañamiento sistemático, oportuno y multidisciplinario a la ejecución de las contrataciones y sus alertas permiten medidas correctivas que previenen múltiples irregularidades y responsabilidades, evitando pérdidas y graves afectaciones al servicio de los ciudadanos.
La experiencia del control en la pandemia muestra la necesidad de expandir el control concurrente a toda contratación importante de bienes, servicios u obras de manera permanente y al margen de situaciones de emergencia. Los resultados obtenidos por este tipo de control aplicado, por ejemplo, a los Juegos Panamericanos o a la adquisición de tablets para el programa Aprendo en Casa, prueban los beneficios. Se estima que por cada sol que invertimos en control concurrente, se ahorra diez al Estado, en penalidades no aplicadas, sobrevaloraciones no pagadas y en menores gastos por el cumplimiento de cronogramas.
Es parte de la necesaria y demorada vacuna contra el virus de la corrupción que ha contagiado a la administración y a la política, y asfixia nuestro país desde hace décadas.