Cerrando un mediocre 2017, con bombos y platillos el Gobierno anunció hace unos días que la economía peruana crecería 4% en el 2018. Sin embargo, este mensaje contrasta mucho con el pesimismo que ha cundido en la ciudadanía y el sector privado durante este año.
Ello se debe, en parte, a que el PBI no es un indicador de desarrollo o bienestar económico y social. Por ejemplo, si el Gobierno reconstruye el puente Solidaridad (el de Castañeda), el PBI de construcción del 2018 crecería, pero el bienestar de la población seguiría más o menos igual que antes de El Niño costero. Igual con las obras para los Juegos Panamericanos o la mayor producción minera. El PBI crecería, pero el efecto directo de corto plazo para la población sería inmaterial.
Pero los economistas tenemos un romance con los indicadores macroeconómicos que sabemos manejar en el corto plazo: detener la inflación, incrementar las reservas internacionales e incluso crecer el PBI. En contrapartida, tendemos a ignorar lo que es muy difícil manejar y cuyas mejoras toman lustros en verse, variables como la distribución del ingreso, el acceso universal a los servicios básicos o la calidad de la educación. De la misma forma que hay pocos médicos especialistas en enfermedades incurables, los economistas le ‘huimos’ a estos temas.
Entonces, la pregunta que debemos hacer es: ¿cómo vamos en estos otros indicadores económicos? ¿Tiene razón el Gobierno de ser optimista? Según las cifras del INEI, la respuesta a estas preguntas es sí. Los avances socioeconómicos del Perú desde la década de 1990 son notables y permanentes: la pobreza, el analfabetismo, la desnutrición y demás indicadores muestran progresos año a año. Mejoramos incluso en terrenos insospechados. Por ejemplo, según el último reporte de Seguridad Ciudadana del INEI, entre el 2011 y el 2016, los accidentes de tránsito por ebriedad se redujeron a la mitad, las denuncias por violencia familiar aumentaron en 50% (lo que querría decir que las mujeres se están animando a hacerlo) y los feminicidios se redujeron en un 33%.
El problema –al parecer– es que la gran mayoría de estos avances vienen perdiendo velocidad hace 3 o 4 años. Me explico. La esperanza de vida en el Perú sube de 67 a 74 años, desde la década de 1990 hasta el 2013, pero a partir de allí la mejora es marginal. Igualmente, el porcentaje de viviendas con servicio de agua potable sube de 70% en el 2004 a 86% en el 2014 y luego poco avance.
En resumen, venimos mejorando, pero como la canción: “dees-paa-cii-to”.
Entonces el problema se duplica. Pues ahora el Gobierno no solo tiene el desafío de seguir mejorando las condiciones de vida en el Perú, sino también manejar las altas expectativas ciudadanas producto de la inercia positiva con que veníamos. A esto, súmenle las esperanzas que generó PPK versus la resignación que hubo con la elección de Humala.
Aquí es donde creo que al Gobierno se le cae la pelota. Ni lidera ni conecta con los ciudadanos. Pareciera que la gente le hace más caso a la televisión que a los gobernantes. Fíjense, los mencionados progresos en denuncias por violencia familiar y número de conductores borrachos coinciden más con noticieros y programas de denuncia que con medidas concretas de los gobiernos.
Que el PBI crezca 4% en el 2018 no le dice nada al ciudadano común. Para él, es solo una cifra en el juego de los técnicos. Por eso pienso que es la hora de los políticos. La población necesita que le enseñen que ese crecimiento del PBI nos llevaría a mejorar la calidad de la educación, a tener una menor desnutrición y mayor esperanza de vida.
El Gobierno ya tiene los técnicos, necesitamos ahora líderes, caciques y comunicadores que hagan que personas comunes trabajando en equipo logren resultados poco comunes. Así nos suene a oxímoron, pongamos en la web del Ejecutivo un aviso de empleo: “Se buscan buenos políticos”. Puede que los políticos de carrera no sean nuestros mejores amigos, pero podrían ser nuestros únicos amigos en una coyuntura como la actual.