Después del período 1980-2000, una de las peores épocas en nuestra vida republicana, décadas marcadas por la violencia, la escasez, la hiperinflación y la corrupción, el Perú inició con el cambio de siglo un nuevo derrotero y se encontró con una de esas oportunidades que se nos aparecen casi cada cien años y que, lamentablemente, en nuestra historia siempre nos hemos afanado en echar a perder.
Pese a que como nunca hemos avanzado 25 años en la misma dirección –incluyendo una cuarta transición democrática consecutiva– la tentación histórica del fracaso asoma nuevamente. Sin embargo, como se dice en el fútbol, todavía dependemos de nosotros mismos. Los países del sudeste asiático, por ejemplo, lograron superar similares situaciones de violencia y crisis consiguiendo el aporte de tres generaciones en alrededor de 40 años.
En nuestro caso, el primer gran propósito debiera ser el construir bases sólidas que nos permitan, como sociedad, estar en capacidad de sostener una alternancia democrática en la que puedan gobernar grupos de izquierda, de centro o de derecha sin poner en riesgo nuestro enorme potencial de desarrollo. Pero, sobre todo, debemos ser conscientes de que no podemos permitirnos volver atrás, como sucede ahora, por ejemplo, con Venezuela o Argentina, hace unas décadas dos de los destinos favoritos de peruanos que habían perdido la ilusión en el país.
Para no perder esta nueva oportunidad debemos ser conscientes de que los próximos 15 años son estratégicos. En esos tres lustros deberíamos tener dos objetivos fundamentales: primero, continuar empeñados en crecer para impulsar un desarrollo social y económico que beneficie a cada vez más peruanos –y así construir el camino hacia la igualdad de oportunidades– y, segundo, un agresivo programa de institucionalización, lo que implica, materializar aquellas reformas de segunda generación que se saltaron los gobiernos de Fujimori, Toledo, García y Humala y que, está claro, nuestra clase política no está dispuesta a impulsar.
Para institucionalizar el país, necesitamos, primero, reprimir y sancionar duramente la corrupción y, segundo, bajar los decibles y la violencia en los discursos cotidianos. Ese cambio de actitud debe propender a crear consensos mediante una indesmayable vocación constructiva, en la que por fin la sociedad civil le exija a nuestros despistados políticos las reformas indispensables para pintar el futuro que merecemos todos.
En ese sentido, necesitamos un Ministerio Público que acuse sin contemplaciones, un Poder Judicial que administre justicia en los plazos adecuados y ajustado a ley, una reforma del sistema político que mejore las correas de transmisión entre el poder y la ciudadanía, y una reforma policial que nos brinde el marco de seguridad que necesitamos para concentrarnos en mejorar nuestra calidad de vida. Pero sobre todo necesitamos hacer nuestra la lucha por la mejora en la educación, apuntando a un desarrollo basado en la ciencia y en la tecnología.
El manejo responsable de la economía es necesario, pero está lejos de ser la tarea completa. Tenemos que iniciar ya el proceso para lograr esos cambios lentos e invisibles que, como el cemento, terminarán afianzando las bases que sostendrán nuestro futuro próximo. Son 15 años y, lo mejor, es que todavía dependemos de nosotros mismos.