La remoción y pase al retiro de los altos mandos de la policía nacional retrata, con inusitada crudeza, hasta qué punto está dispuesto a llegar el Gobierno para escapar de la justicia. El cambio de estas autoridades, incluido el jefe de la inspectoría, no responde a ninguna política de Estado o a alguna evaluación vinculada a la seguridad ciudadana. Mucho menos al cumplimiento del artículo 44 de la Constitución, referido a la obligación que tiene el presidente de garantizar los derechos humanos y proteger a la población.
De acuerdo con la Constitución, el presidente tiene numerosas facultades, pero todas ellas están acompañadas de obligaciones. En todos los casos, estas facultades tienen límites. Como ha sostenido el TC reiteradas veces, en un Estado constitucional no existe poder sin límites, ni zona exenta de control. Si bien la Constitución establece que el presidente es el jefe de las Fuerzas Armada y Policiales, le otorga esta facultad para cumplir un conjunto de fines. Ninguno de estos parece haber animado la reciente decisión del presidente.
Sus objetivos parecen evidentes: instrumentalizar a la policía, alinearla con sus intereses y no con los que persigue la Constitución. Esta decisión violenta lo establecido por el TC, que ha señalado que la seguridad ciudadana es un bien constitucional; por ello, debe protegerse la institucionalidad y profesionalismo de la policía nacional y no distraerla de sus fines constitucionales. Por esta misma razón, la remoción o pase al retiro de los integrantes de la policía nacional debe responder a criterios técnicos y respetar los derechos de los policías.
Resulta evidente que el presidente y su Gobierno se han convertido en transgresores dolosos de la Constitución. Sin embargo, para que un Estado constitucional se destruya no es suficiente un gobierno transgresor, ignorante y corrupto, hace falta la complicidad y el inmovilismo voluntario de la ciudadanía y sus instituciones. Las medidas adoptadas son inconstitucionales no solo porque defraudan los fines establecidos a las facultades del presidente, sino porque directamente violan el derecho de todos a la seguridad ciudadana y nos faculta a presentar acciones de garantías para evitarlo. Pero hay algo aún más grave: todo este accionar confirma la tesis de la fiscalía referida a que el presidente dirige una organización criminal desde el poder, que no solo delinque, sino que lo instrumentaliza para protegerse de la justicia, por lo que las demás instituciones inevitablemente deberán cumplir con su deber constitucional de hacerle frente.