En estos tres meses transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, el gobierno del presidente estadounidense Joe Biden ha dicho muchas cosas sobre la guerra, pero ha sido muy consistente en afirmar que EE.UU. no entrará en guerra con Rusia por Ucrania.
“No buscamos una guerra entre la OTAN y Rusia”, escribió Biden en “The New York Times” a finales de mayo. ¿Pero estamos seguros de que los estadounidenses sabrán reconocer de forma confiable cuando nos hayamos involucrado en una guerra?
Los presidentes estadounidenses tienen un historial de insistir en que no tienen intención de ir a la guerra, hasta que lo hacen. “Nos mantuvo fuera de la guerra”, declaraba el lema de la campaña para la reelección del presidente Woodrow Wilson en 1916, solo para que él mismo nos llevara a la Primera Guerra Mundial apenas un mes después de iniciado su segundo mandato.
Durante las elecciones de 1964, el presidente Lyndon B. Johnson prometió que “no estaba a punto de enviar a los niños estadounidenses a nueve o diez mil millas de distancia de casa para hacer lo que los niños asiáticos deberían estar haciendo por sí mismos”. Pero en marzo de 1965, dos meses después de su toma de posesión, “chicos estadounidenses” ya estaban en Vietnam.
Estos hechos son instructivos sobre la vida útil de la promesa de cualquier presidente estadounidense de mantenernos fuera de la guerra: incluso si es cierta en este momento, esta no es una garantía para el futuro.
Pero al menos, en los ejemplos aquí señalados, hubo un cambio verificable entre la situación de no estar en una guerra y la de estarlo, y los estadounidenses podrían señalar el momento en el que ocurrió dicho cambio.
En las últimas décadas, especialmente después de los ataques del 11 de setiembre, sin embargo, nos hemos movido hacia un modelo de guerra perpetua, con límites ambiguos de cronología, geografía y propósito. La línea entre lo que es guerra y lo que no se ha difuminado peligrosamente, y determinar el momento en el que pasamos de un lado al otro se ha convertido en una tarea muy difícil.
Eso se debe en parte a los avances tecnológicos, como la guerra de drones y los ataques cibernéticos, que han hecho posible cometer en otros países lo que de otro modo podría verse como actos de guerra sin que las tropas locales salgan del país. También es una función de la guerra ejecutiva: el Congreso no ha declarado formalmente la guerra desde 1942, pero los sucesivos presidentes han confiado en los amplios poderes de guerra otorgados a George W. Bush en el 2002 para autorizar el uso de la fuerza militar.
Por ejemplo, EE.UU. nunca se ha unido oficialmente a la guerra civil en Yemen, pero una coalición liderada por Arabia Saudita ha matado civiles con ojivas de fabricación estadounidense y ha elegido objetivos gracias a la orientación estadounidense.
Nuestro papel en el conflicto en Yemen ha sido lo suficientemente sólido como para que muchos expertos crean que la coalición liderada por Arabia Saudita demandaría la paz sin ella.
Y lo que hemos hecho en Yemen se parece mucho a lo que estamos haciendo ahora en Ucrania. El mes pasado, las filtraciones de funcionarios estadounidenses revelaron que EE.UU. ayudó a Ucrania a matar generales rusos y atacar un buque de guerra ruso, y Biden firmó un paquete de ayuda por US$40 mil millones para Ucrania que está destinado, en gran parte, a asistencia militar, como armamento e intercambio de inteligencia.
Entonces, ¿estamos en guerra en Ucrania? Si intercambiáramos lugares, si los rusos admitieran haber ayudado a matar generales estadounidenses o hundir un buque de los EE.UU., dudo que encontráramos mucha ambigüedad.
Si hasta ahora hemos evitado hablar de guerra, tal vez eso se deba a que nos hemos vuelto inseguros sobre el significado de esta palabra.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times