El movimiento antiabortista ha argumentado durante mucho tiempo que la revocación de Roe vs. Wade fortalecería la democracia estadounidense. Roe, según el argumento, cortocircuitó un proceso de debate y compromiso estado por estado, congelando el proceso democrático e imponiendo una única solución de aborto en la nación. Por lo tanto, deshacer el derecho constitucional al aborto se considera una victoria para la democracia, un primer paso para permitir que cada estado establezca su propia política.
El Tribunal Supremo subraya este punto en su dictamen de anulación de Roe, llegando a sugerir que Roe es la causa de la polarización de la política estadounidense y del partidismo de nuestros tribunales. Anularlo, argumenta el tribunal, nos acercará a la cordura nacional, o al menos los estados podrán tomar sus propias decisiones y dejarse en paz unos a otros.
El problema de este argumento es que la historia no nos da ninguna razón para creerlo. Las opiniones sobre el aborto legal estaban polarizadas antes de 1973, y los estadounidenses han tenido opiniones muy diferentes sobre el aborto desde al menos la década de 1960. Además, Roe no ha impedido que se alcancen soluciones de consenso prometedoras. Las tensiones han aumentado en las décadas posteriores por razones que tienen poco que ver con Roe, incluyendo la realineación de los partidos políticos en torno al aborto y el aumento del partidismo negativo.
La disolución de Roe no hará desaparecer las tensiones que la precedieron. Varios estados ya han promulgado amplias leyes que penalizan el aborto, mientras que otros han declarado su intención de convertirse en santuarios para las personas que buscan abortar. Los líderes estatales parecen decididos a influir en lo que ocurre fuera de sus fronteras, fomentando o castigando los viajes para abortar. Los líderes antiabortistas esperan prohibir el aborto en todo el país a través de la legislación federal o de otra decisión del Tribunal Supremo, mientras que los grupos que defienden el derecho al aborto intentan garantizar el acceso, eludir las leyes penales y librar la batalla en los tribunales estatales.
Pero, fundamentalmente, la historia que cuenta el Tribunal Supremo es peligrosamente incompleta. La lucha de décadas para revertir Roe no fue un esfuerzo para restaurar la democracia, sino un intento de cambiar el funcionamiento de la democracia estadounidense, algo que, ahora, tocará áreas de la vida muy alejadas de la reproducción.
Es atractivo creer que los jueces pueden estar por encima de la política, interpretando la ley y nada más, y permanecer indiferentes a las consecuencias de sus decisiones. Pero está claro que a lo largo de los años el Tribunal Supremo se ha convertido en otra institución partidista, que no rinde cuentas al pueblo estadounidense. Desde ese punto de vista, es difícil ver los agresivos movimientos del tribunal para rehacer el derecho constitucional estadounidense como algo que no sea antidemocrático.
La lucha por deshacer Roe, por tanto, ha sido una lucha por rehacer nuestro país, y ha tenido éxito. Ahora vivimos en un Estados Unidos pos-Roe, y apenas estamos empezando a entender lo que eso significa.
–Glosado y editado–
© The New York Times