A raíz de mi columna del 7 de abril (“Nuevas elecciones”), recibí todo tipo de reacciones, personalmente y vía redes sociales, de las que quiero destacar aquellas que se resumían en: “estoy de acuerdo, pero…”. Esos ‘peros’ eran diversos; sin embargo, los que más me llamaron la atención se resumían en “¿por qué sacrificar a este Congreso cuando el que vendría podría ser más de lo mismo o peor, dado que las reglas de juego no variarán?”.
En primer lugar, ese tipo de argumento (“la lavada puede salir más cara que la camisa”) es también totalmente aplicable al presidente. Es decir, elegir un gobierno hoy en el Perú equivale a “tirar los dados” y nada asegura tampoco que el resultado sea algo similar o peor a lo que hoy representa Castillo.
¿Cuál sería entonces el escenario ideal? Que la iniciativa de modificación constitucional para el adelanto electoral viniera en paquete con un mínimo de reformas políticas que busquen mejorar la calidad de la representación política. Por ejemplo: supervisión de elecciones internas en las organizaciones, eliminación del voto preferencial, renovación parlamentaria por tercios o mitades, creación de distritos electorales binominales o uninominales, creación del Senado; y, si por mí fuera, eliminar el voto obligatorio.
La pregunta del millón es si se lograrán 66 votos (los 87 son una entelequia, está probado) para esta iniciativa que, como diversas personas han señalado, tiene que ser producto de un esfuerzo único, grande y desprendido de todas las fuerzas democráticas opositoras; algo muy poco probable dada la mayoría parlamentaria real que, a punta de cuotas y dádivas corruptas, habría logrado el Gobierno.
Pero regresando a la idea principal; si por ser ambiciosos con las reformas en paquete como parte del adelanto electoral se pone en riesgo la meta de los 66 votos, a mi juicio es preferible limitarlas o acotarlas al máximo. Por una sencilla razón: así como en el Perú la disfuncionalidad del sistema político (por su progresiva cooptación de parte de intereses ilegales e informales) crece exponencialmente y determina que elijamos cada cinco años al “mal menor”, el actual mal menor es el mayor de todos.
Cada minuto que el profesor pasa en Palacio el daño a la escasa institucionalidad en el país se agrava, la economía se deteriora, el Estado se paraliza, la inversión desaparece y la esperanza y el futuro, sobre todo para los jóvenes, se desvanecen.
Así que frente a un mal mayor y a las limitadas opciones de salida se impone el realismo para defender esta precaria democracia, que no es otra cosa que poner patrióticamente todos los esfuerzos para acortar al máximo el mandato de Castillo.