(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Paula Muñoz

La participación política en en el Perú es intensa. Cada cuatro años, miles de candidatos aspiran a ganar un puesto de representación popular. Según el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), para los comicios de este año se han presentado en total 14.532 listas, involucrando a 113.469 candidatos. Usualmente, esta sobreoferta se traduce en fragmentación electoral: dado el gran número de contendientes, los votos se dispersan alrededor de un número alto de listas/candidatos.

Pero no solamente tenemos un número elevado de listas en contienda sino que la mayoría de estas (movimientos regionales y partidos nacionales por igual) no son en la práctica organizaciones políticas estables sino alianzas temporales entre independientes que se juntan con la finalidad de sumar recursos financieros, logísticos y reputacionales para beneficiarse del efecto de arrastre de competir juntos. Esta precariedad hace que normalmente las alianzas se disuelvan una vez concluida la elección. Entonces, el sistema político está más desarticulado de lo que las cifras de fragmentación electoral nos harían pensar. Si un movimiento regional gana el gobierno de la región y un determinado número de municipalidades en un departamento, no significa que tengamos un colectivo gobernando e instituciones trabajando coordinadamente.

Existe una serie de razones por las que esta situación debe preocuparnos. Primero, la fragmentación acompañada de desarticulación política impulsa el cortoplacismo en los representantes elegidos. Se trata de individuos pensando principalmente en intereses personales/particularistas que no tienen una organización con un proyecto colectivo que los fuerce a pensar en el mediano plazo. Este cortoplacismo dificulta construir e implementar agendas políticas centradas en beneficios colectivos o futuros (como puede ser la implementación de una reforma o política pública que no traerá resultados inmediatos sino cuyos frutos se cosecharán en el mediano y largo plazo). Los políticos cortoplacistas prefieren dirigir sus esfuerzos hacia la construcción de obras pequeñas que generan beneficios visibles rápidamente, o de propuestas efectistas o populistas, antes que embarcase en procesos de reforma y fortalecimiento institucional para luchar contra la corrupción, por ejemplo.

Por otro lado, con tantos políticos cortoplacistas y sin partidos organizados, también crecen los riesgos de que estos se involucren en actos de corrupción. Las autoridades elegidas no tienen un colectivo detrás que les exija que rindan cuentas o que los ayude transfiriendo sus experiencias de gestión. Sin organizaciones colectivas con presencia en el territorio también se hace más difícil en la práctica la fiscalización política de los adversarios. Si a esto se suma la mayor disponibilidad de recursos en las arcas fiscales y la debilidad de las instituciones nacionales encargadas del control, la receta para institucionalizar la corrupción está servida.

Finalmente, la institucionalización de estas estrategias informales de competencia política que favorece la fragmentación también la reproduce y refuerza, haciendo más difícil construir partidos organizados. Como nos recuerdan los politólogos Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, los políticos peruanos han aprendido que “pueden hacerla solos”, sin necesidad de invertir recursos y tiempo en la pesada tarea de construir un colectivo. Esta lección se ve continuamente ratificada porque la competencia electoral tiende a seleccionar a políticos que hacen uso efectivo de las nuevas estrategias no partidarias. Y esto tiene un efecto en el gobierno: los políticos que ganan elecciones de esta forma no tienen coaliciones para gobernar.

Vemos una serie de patologías asociadas a este desmadre de fragmentación. Sin embargo, es importante hacer una salvedad, especialmente en estos días de escándalos de corrupción. No pretendo señalar que tener partidos organizados nos garantizaría que estos fueran reformistas o virtuosos. Si no, veamos el caso del comportamiento de los partidos relativamente más organizados que tenemos en el Congreso (como Fuerza Popular, el Apra e incluso Alianza para el Progreso) y su desinterés en impulsar reformas o fiscalizar la corrupción. Un sistema de partidos articulado pero complaciente con conductas corruptas podrá reducir algunos de estos problemas, pero traería otros, además de mantener parte de los existentes. Se necesitan partidos capaces de articular, pero unos que se tomen estos temas en serio.