"Para empeorar las cosas, la izquierda también ha fracasado en dar una alternativa legítima a la variedad de liberalismo descrita arriba". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Para empeorar las cosas, la izquierda también ha fracasado en dar una alternativa legítima a la variedad de liberalismo descrita arriba". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Andrea Moncada

El término , en el Perú, no goza de mucho prestigio. Hay quienes se autoidentifican como tales, por supuesto, y suelen ser bastante estridentes a la hora de hacerlo. Son precisamente estos los que han generado un entendimiento muy limitado de esta ideología política, uno que pone al centro únicamente la libertad económica e ignora todas las demás. Como resultado, ahora es frecuente que haya una fuerte asociación entre el liberalismo y los intereses de la elite económica peruana.

Esta crítica no es nueva, y durante estas elecciones, la defensa del sector empresarial a solo ha fortalecido este supuesto vínculo. El rechazo hacia el fujimorismo de gran parte de la población por sus lazos con la corrupción, más las desigualdades económicas existentes, exacerbadas por la pandemia, han vuelto más difícil aún contrarrestar la creencia de que ser liberal es ser, básicamente, egoísta, elitista y excluyente.

Para empeorar las cosas, la izquierda también ha fracasado en dar una alternativa legítima a la variedad de liberalismo descrita arriba. En la primera vuelta, parecía que ofrecía una visión diferente del Perú. Su agenda se caracterizaba por un progresismo difícilmente visto antes en un país tan conservador como el nuestro, y denotaba un liberalismo preocupado por la distribución desigual de poder entre los diferentes grupos que conforman nuestra sociedad.

Fue imposible seguir creyendo en ese progresismo tras la decisión de Mendoza y su movimiento Nuevo Perú de darle su apoyo a , quien ha tenido expresiones antidemocráticas, homofóbicas y machistas. Así como para los primeros, los intereses económicos resultaron ser más importantes; la defensa de las libertades individuales e identitarias de parte de la ‘izquierda moderna’ terminó siendo en términos prácticos una performance de superioridad moral.

Así estamos este 7 de junio, atrapados entre dos opciones para quienes la libertad es la última prioridad, por más que nos quieran convencer de lo contrario. Queda claro a estas alturas que no sirve de nada tener un libre mercado si este no le ofrece oportunidades reales, tangibles, a los individuos que lo conforman, indistintamente de quienes son o de donde provienen. Y que el control de los recursos y la riqueza en nombre del “pueblo” rara vez termina favoreciendo a los que más lo necesitan, y más bien, solo reemplaza una élite por otra. Pero ya no hay vuelta atrás: pronto sabremos cuál de las dos ficciones nos gobernará durante los próximos cinco años.

Mientras tanto, la tarea es clara: necesitamos reconstruir lo que significa el en el Perú. Como toda ideología, tiene limitaciones –históricamente el liberalismo ha tenido dificultad en reconocer el impacto que tienen, por ejemplo, el género o la raza en el desarrollo personal–, pero sigue siendo la única corriente de pensamiento que podrá hacer frente a los impulsos autoritarios de quien sea que se ponga la banda presidencial el 28 de julio. El liberalismo peruano ya no puede ser un sinónimo de elitismo, ni tampoco quedar en una caricatura de la inclusión. Tiene que abarcar tanto la izquierda como la derecha.

Si llegamos a estos extremos es porque hemos fracasado en ofrecer una opción política que reconcilie las nociones de riqueza y justicia, de progreso y de redistribución. No son excluyentes. El siguiente quinquenio va a ser, sin duda alguna, la prueba más grande de la resiliencia de la democracia peruana. Vamos a necesitar liberales, y muchos.

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