REUTERS/Carlos Barria
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/ CARLOS BARRIA
Andrea Moncada

Hoy, el presidente estadounidense Donald Trump anunció oficialmente que la jueza federal Amy Coney Barrett es su nominada a la Corte Suprema, decisión ya ampliamente anticipada por los medios norteamericanos. La nominación ocurre un poco más de una semana después del fallecimiento de la celebrada jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg, un ícono liberal, lo cual dejó una vacancia en la institución judicial más importante de Estados Unidos.

La nominación y el nombramiento de un juez de la Corte Suprema usualmente demora un promedio de dos meses, pero con las elecciones a 38 días, Trump y el Partido Republicano quieren asegurarse de llenar la vacancia con una jueza conservadora acorde a sus posturas ideológicas (es prerrogativa del presidente nominar a candidatos a esta corte). Coney Barrett cumple con el perfil deseado. Es conocida por su conservadurismo legal en temas como la inmigración y el aborto, y por sus creencias religiosas: pertenece a la organización católica People of Praise, la cual propone que las mujeres les deben obediencia a sus esposos.

La premura también se explica por otra razón, más siniestra. A estas alturas, ya no quedan dudas de que al presidente Trump no le importan las formas o las instituciones democráticas. El jueves pasado, consultado por un periodista si se comprometía a una transición de poder en caso pierda las elecciones del 3 de noviembre, Trump solo dijo “ya veremos”. Esto no es un comentario menor, ni mucho menos inusual para este presidente. Desde hace meses, la estrategia electoral de Trump ha sido convencer a su base de que, si no es reelegido, es porque el Partido Demócrata ha cometido fraude.

Dicha estrategia se ha basado en gran parte en cuestionar el voto por correo, una modalidad que se espera que muchas personas utilicen en estos comicios por miedo al COVID-19. No existe evidencia de que el voto por correo genere fraude, de acuerdo con la Comisión Electoral Federal, y según un estudio del 2017 del Brennan Center for Justice, la tasa de fraude electoral en EE.UU. es entre 0.00004% y 0.0009%. Sin embargo, en abril, Trump tuiteaba que los republicanos debían “luchar mucho” contra el voto por correo, ya que tenía un “potencial tremendo para el fraude electoral”. En agosto, también en Twitter, afirmó que esta modalidad “hace posible que una persona vote múltiples veces”.

El fallecimiento de Bader Ginsburg le ha presentado al presidente otra herramienta que puede utilizar para minar el sistema democrático estadounidense. Trump cree que, si tiene una Corte Suprema con una mayoría conservadora (ahora hay ocho jueces, 5 de los cuales fueron nominados por presidentes republicanos, pero uno es diverso en sus fallos), eso le podría jugar a su favor en las elecciones de noviembre. De hecho, hace unos días declaró que las elecciones “van a terminar en la Corte Suprema” debido a la supuesta alta probabilidad de fraude. No sería la primera vez que la Corte decide los resultados de una elección presidencial: en el 2000, cuando se enfrentaron George W. Bush y Al Gore, Gore originalmente aceptó la victoria de Bush en el Colegio Electoral pero luego pidió un recuento de votos en Florida. La Corte Suprema terminó con la controversia al fallar, 5 a 4, que el ganador había sido Bush.

No queda claro en este momento qué argumento legal podría utilizar Trump para cuestionar la legitimidad de las elecciones, ni que los jueces necesariamente fallarían a su favor. Pero en realidad, la intención del presidente es generar un clima de inestabilidad e incertidumbre en torno a la legalidad de los resultados, lo que favorecería el argumento de que le robaron las elecciones y potencialmente incitaría a los elementos más violentos y radicales de su base a oponerse a una transición.

Hasta la fecha las encuestas electorales le dan la victoria al candidato demócrata Joe Biden, por lo que es muy posible que en noviembre ocurra una crisis política en EE.UU. -la primera de su tipo en la historia de esta nación- porque un presidente se resiste a dejar el poder. Un par de años atrás, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advirtieron que hoy en día las democracias mueren, no por golpes militares, sino a través de sus propias instituciones. Lo estamos viendo en acción.

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