Una idea común entre muchos empresarios es que lo que nos falta para crecer y enrumbarnos hacia el Primer Mundo es un buen líder, un gobernante con visión y estrategia que implemente las reformas que todos sabemos que necesitamos, pero que –por falta de voluntad y competencia– no se han hecho. Alguien que convoque a los mejores, limpie el Estado de la corrupción, persuada a la población de las bondades de la reforma laboral y de la inversión minera, reduzca la brecha de infraestructura con rapidez y eficiencia, acelere la reforma educativa y deshaga la maraña regulatoria.
Todos quisiéramos un presidente así, pero los países suelen tener los gobernantes que se merecen. Y, en un país con un sistema de partidos paupérrimo en el que predominan grupúsculos personalistas –muchos infiltrados por intereses oscuros– y políticos amateurs que pasan por el Estado de manera fugaz, donde las instituciones judiciales son corruptas e ineficientes, donde recién ahora se intenta la profesionalización del servicio civil, es indispensable preguntarse de dónde va a salir ese mesías reformista. ¿Qué partido lo lanzará? Si crea su propio partido, ¿de dónde sacará cuadros que conozcan la gestión pública? ¿Cómo conseguirá armar la bancada de congresistas honestos, leales y experimentados que necesita para legislar?
El problema con aguardar a este híbrido entre Pachacútec, Fernando Henrique Cardoso y Ronald Reagan es que no solo es incierto cuándo pueda aparecer –llevamos ya tres elecciones a cuestas con una multiplicación en el número de candidatos sin que la calidad haya mejorado mucho–, sino que pone a la ciudadanía en una situación pasiva en la que solo somos relevantes una vez cada cinco años, cuando nos toca elegir.
La Asociación Civil Transparencia y algunos de los principales ponentes de CADE 2015 han propuesto un planteamiento diferente, que postula que lo que necesitamos es lograr cambios en las reglas de juego que fuercen a nuestros gobernantes a comportarse más como los líderes que desearíamos y menos como los que realmente son.
Aunque ambos enfoques no son excluyentes, muchas de las personas que reclaman la aparición del gobernante ideal lo hacen en desmedro de mejorar las reglas para el gobernante real. Pero la vía del cambio institucional tiene más sentido por varias razones.
La idea es que con mejores reglas es más fácil presionar para que continúen con las reformas buenas (educativa, servicio civil, etc.), que inicien las que faltan y que el sistema conduzca a mejorar la calidad de nuestros políticos.
Es ingenuo pensar que incluso un gran estadista pueda librar en cinco años todas las grandes batallas de reforma necesarias. Cada una requiere invertir capital político y jugarse la confianza del electorado por cambios que no generan beneficios inmediatos.
Todas las reformas –desde la laboral, servicio civil, infraestructura, entre otras– requieren romper huevos y pisar callos. Además, ese líder tendrá que lidiar con problemas inesperados que lo distraerán, desde desastres naturales hasta crisis internacionales, disputas con vecinos, escándalos políticos y un largo etcétera.
Esto significa que tiene que haber continuidad. El Perú no necesita una aceleración de crecimiento que dure cinco años. Requiere al menos dos décadas de crecimiento sostenido. Eso solo se logra con continuidad en reformas de largo aliento y mucho ensayo y error sobre la base de objetivos de consenso. Nada de esto parece posible si seguimos como ahora, con un 80% del Congreso que cambia con cada elección, un servicio civil inestable y precario, y gobiernos subnacionales cada vez más corruptos.
Si los peruanos queremos tener mejores gobernantes y un mejor país, tenemos que hacer activismo. La élite empresarial debe tomar el liderazgo en exigir nuevas reglas de juego para que los políticos nos atiendan mejor, presionar para que las pongan en marcha y vigilar que no tomen otro camino.