La inclusión en el modelo económico de las asociaciones público-privadas (APP) ha sido, en gran parte, una respuesta a los desafíos generados por el crecimiento de las ciudades. Recordemos que desde la aparición del hombre sobre la tierra hasta principios del siglo XX solo el 10% de la población mundial llegó a vivir en las ciudades. Dos fenómenos cambiaron esto a una velocidad asombrosa: el primero social, a través del desplazamiento desde el campo, y el otro natural, por el impacto multiplicador de la convivencia en las urbes.
Un siglo después, constatamos que el 50% de la población es urbana y se estima que para el 2020 más del 60% de la población mundial vivirá en ciudades. Este desbordante crecimiento genera la ruptura del equilibrio armónico entre el ciudadano y su entorno, lo que evidencia un serio problema de gobernabilidad y un colapso de la misma si conlleva la ausencia del Estado.
Un informe de la ONU del 2008 predice que en este siglo la población urbana total de los países en vías de desarrollo se duplicará. Años después, el informe para el 2012 lista una relación de elementos que debe proveer una ciudad próspera. Ubica en primer lugar la productividad, en segundo la infraestructura, en tercero la seguridad, luego la inclusión y finalmente la sostenibilidad. De estos elementos, la infraestructura y la inclusión social, tienen relación especial con esta nueva y poderosa herramienta llamada APP.
El colapso en la gobernabilidad de muchas ciudades inició una revolución silenciosa en las relaciones de poder de los gobiernos con sus gobernados. Este colapso, a su vez, impulsó un proceso de descentralización y transferencia de las competencias públicas hacia las autoridades locales, y luego hacia las organizaciones de la sociedad civil y a la empresa privada. Gran propulsor de dicho proceso fue este fenómeno de masas que hoy desafía el principio de autoridad y exige el diálogo como mecanismo de solución de controversias sociales, pero que en el fondo no es otra cosa que el surgimiento de un nuevo sistema donde el privado acude en auxilio de lo público, para cogobernar.
Un ejemplo de lo expuesto lo encontramos en la reforma del transporte público. La evolución del derecho fundamental de libertad de locomoción surgió como un derecho humano individual de primera generación, pero con la ciudad evolucionó hacia un derecho social de movilidad urbana que se viene implementando bajo un modelo complejo de APP.
En efecto, el derecho de locomoción expresado en la libertad de tránsito ya no es suficiente para garantizar la libre circulación de las personas. En las urbes modernas, se requiere además que estas puedan desplazarse en forma “oportuna, sostenible y segura”. Esta idea apunta a elevar la discusión de un plano individual a un verdadero “pacto social por la movilidad urbana” resultante de las nuevas y complejas situaciones que genera el transporte público en una gran ciudad, y en que vía el modelo de una asociación público-privada compleja se pretende garantizar el acceso a ello; entre muchos esquemas que se pueden desarrollar para otros rubros de la vida en sociedad.
Pese al camino recorrido por cuatro generaciones normativas, es largo el trecho que aún nos falta y por el que tendría que transitar una quinta generación normativa de APP en nuestro país. Por ejemplo, un “banco único de proyectos” puesto a disposición permanente de los potenciales inversionistas y sujeto a la priorización y revisión constante por los distintos actores y posibles afectados; una matriz de riesgos debidamente publicitada que prevea el impacto de la inclusión y los eventuales conflictos sociales; un “registro nacional de infraestructura” con carácter constitutivo de derechos; mecanismos de buenas prácticas y control posterior, entre otros, podrían ser la base de esta nueva generación. Pero nada de ello funcionaría si no se plantea ya un mecanismo real de pactos sociales sectoriales para la gobernabilidad de los proyectos de inversión en infraestructura bajo el modelo de APP.