Las numerosas reformas a la legislación electoral no han permitido la prevención ni la persecución efectiva de la financiación ilegal de las organizaciones políticas. Reflejo de ello es que los principales partidos y sus líderes están sometidos a diversas investigaciones por lavado de activos y otros ilícitos, como en los casos Ecoteva, las agendas de Nadine Heredia y los presuntos financistas fantasmas de Fuerza Popular, el Apra y el Partido Nacionalista. Un indicador de una situación potencialmente más grave son las conclusiones del informe final de la comisión narcopolítica del Congreso, que da cuenta de la penetración del narcotráfico en la política nacional.
Las debilidades del sistema que explican esta situación estriban en que la actual Ley de Organizaciones Políticas y las normas de desarrollo (en particular el Reglamento de Financiamiento y Supervisión de Fondos Partidarios) prevén una nula supervisión previa de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y del Jurado Nacional de Elecciones (JNE). La fiscalización es posterior a la entrega de información y puede durar hasta ocho meses, lo que significa que una autoridad puede ser elegida pese a haber financiado su campaña con fuentes opacas.
El control de las cuentas partidarias es documental. La ONPE no realiza trabajos de campo para cruzar información o inspeccionar las cuentas de los partidos en sus oficinas y locales de forma inmediata y directa. No hay incentivos para que los partidos autorregulen el control de sus finanzas. Son asociaciones exentas del pago de impuestos, de modo que no son fiscalizadas por la Sunat.
Asimismo, la ley no prevé un alto perfil profesional para sus tesoreros. Tampoco se exige la certificación ISO u otros estándares de calidad contable y de auditoría. Los partidos no son sujetos obligados para la prevención del lavado de activos. Por lo tanto, no intervienen de modo permanente la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) ni los bancos en la supervisión de sus operaciones financieras. Este contexto favorece que las compañías, los empresarios y particulares no quieran exhibir sus aportes a las campañas partidarias, como indicó la portada del diario “Gestión” el 13 de enero de este año.
Las consecuencias de este sistema son bastante conocidas: fuentes opacas u oscuras (de origen desconocido), penetración de rentas ilícitas (del narcotráfico, la corrupción u otros delitos graves), la proliferación de falsos financistas (testaferros y aportantes de fachada), así como la mezcla o desvío de recursos de campaña al patrimonio personal, familiar y amical de los candidatos.
Pero la respuesta penal frente a estos hechos apenas se ha mostrado como tardía, pues los procesos actuales corresponden a campañas de hace cinco o diez años. Incluso la alternativa de instaurar un delito de financiación ilegal (como el previsto en España desde el 2015) tampoco se perfila como una opción efectiva si no viene acompañada de una reforma profunda del sistema de financiación partidaria que establezca concretas obligaciones societarias y administrativas para evitar el uso de fuentes ilegales y reportar ante las autoridades las violaciones del sistema.
Una medida más efectiva sería la consagración de los partidos políticos como sujetos obligados a prevenir el lavado de activos y reportar a la UIF las operaciones sospechosas. Así como el deber de instaurar sistemas contables certificados por auditores externos y autoridades electorales –pero también por la Sunat–, para evitar que “préstamos” o “donaciones” personales o empresariales se conviertan en vehículos de fachada para la penetración de recursos ilícitos derivados de la propia defraudación tributaria o, peor aún, de delitos más graves como el lavado de activos, la corrupción o el narcotráfico.