Al facilitar la toma de posesión del presidente guatemalteco, Bernardo Arévalo, a pesar de un último esfuerzo por anular su aplastante victoria electoral, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha reafirmado su compromiso con la defensa de las democracias en todo el mundo. Además, al frustrar un golpe de Estado en el país más poblado de Centroamérica, Estados Unidos puede haber creado un modelo para contener la propagación del autoritarismo.
La democracia guatemalteca ha estado en peligro desde el 2019, cuando el entonces presidente Jimmy Morales expulsó a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), un organismo anticorrupción establecido por las Naciones Unidas en el 2006. Morales, un excomediante, lanzó una ofensiva masiva contra fiscales y jueces que investigaban su propia mala conducta y la de funcionarios de alto nivel, lo que causó que muchos profesionales huyeran del país.
La represión se intensificó bajo el sucesor de Morales, Alejandro Giammattei. En junio, José Rubén Zamora, fundador y director de “El Periódico”, fue condenado a seis años de prisión por cargos falsos de lavado de dinero. “El Periódico”, conocido por sus investigaciones sobre corrupción gubernamental, se vio obligado a cerrar en mayo pasado. Aunque un tribunal de apelaciones anuló la sentencia de Zamora en octubre, él sigue tras las rejas.
Fue en este contexto que Arévalo, quien hizo campaña con una plataforma anticorrupción, logró dar la sorpresa electoral. Si bien Giammattei, líder del partido conservador Vamos, no era elegible para postularse para un segundo mandato, las posibilidades de una transformación política importante parecían escasas. En febrero, el Tribunal Supremo Electoral inhabilitó a tres candidatos considerados amenazas para el “pacto de corruptos”, como se conoce a la alianza entre las élites políticas y empresariales del país. Pero entonces los acontecimientos dieron un giro inesperado. Arévalo, sociólogo e hijo del expresidente guatemalteco Juan José Arévalo, recibió el 12% de los votos en la primera vuelta, a pesar de que las encuestas le daban un solo dígito, y terminó segundo, solo por detrás de la ex primera dama Sandra Torres, a la que derrotó en el balotaje de agosto pasado.
Los políticos estadounidenses saludaron la inesperada victoria de Arévalo, pero reconocieron los obstáculos que enfrentaría durante los meses previos a su toma de posesión. Tanto el presidente Joe Biden como la vicepresidenta Kamala Harris felicitaron a Arévalo, el secretario de Estado, Antony Blinken, mantuvo una reunión virtual con él y el asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, lo recibió en la Casa Blanca. Apenas tres días después de dejar el cargo, Giammattei fue acusado por el Departamento de Estado de “corrupción significativa” y se le prohibió la entrada a EE.UU.
Toda esta atención de altos funcionarios estadounidenses refleja las implicaciones de largo alcance de permitir que Guatemala caiga en un gobierno autoritario en un momento en el que América Latina está lidiando con la agitación política y el declive democrático. La erosión de las instituciones democráticas en América Latina ha alimentado una crisis migratoria sin precedentes. Las autoridades estadounidenses se encontraron con un récord de 2,5 millones de migrantes durante el año fiscal 2023, incluidos 220.000 guatemaltecos. Sin duda, esta cifra aumentará si los partidarios de Arévalo, especialmente entre la numerosa población indígena del país, se convencen de que será expulsado del poder. Los esfuerzos para evitar que Arévalo asuma el cargo subrayan la necesidad de un compromiso continuo de Estados Unidos. Inmediatamente después de las elecciones, los aliados de Giammattei intentaron socavar al presidente electo. Las autoridades allanaron las oficinas del Tribunal Supremo Electoral y suspendieron al partido anticorrupción de Arévalo, el Movimiento Semilla, por presuntas irregularidades en sus formularios de registro. Durante su reciente viaje a Washington, Arévalo calificó estos esfuerzos como un “golpe de Estado en cámara lenta”. En respuesta, EE.UU. impuso sanciones a funcionarios guatemaltecos y empresarios progubernamentales. En diciembre, el Departamento de Estado anunció restricciones de visa para casi 300 legisladores y oligarcas, junto con sus familiares inmediatos. El subsecretario de Estado, Brian Nichols, advirtió que los futuros intentos de socavar a Arévalo o a su partido “se encontrarán con una fuerte respuesta de Estados Unidos”.
La demora de nueve horas en la toma de posesión de Arévalo ilustra los desafíos que enfrenta el nuevo líder guatemalteco. Fue necesaria una intensa presión de EE.UU. para persuadir a una de las asociaciones empresariales más poderosas del país para que abogara por una transferencia pacífica del poder, lo que permitió que Arévalo prestara juramento después de la medianoche del 15 de enero. Pero dada la amenaza que su agenda anticorrupción representa para los intereses de las élites corruptas, su éxito está lejos de estar garantizado.
El enfoque de EE.UU. hacia la democracia en la región sigue siendo inconsistente. Ansioso por cooperar en materia migratoria, se ha mostrado reacio a abordar la detención masiva de presuntos pandilleros en El Salvador y la decisión del presidente Nayib Bukele de postularse para un segundo mandato desafiando la Constitución. Del mismo modo, la administración del expresidente estadounidense Donald Trump no se opuso a la expulsión de la Cicig de Guatemala, y la administración de Biden inicialmente guardó silencio sobre la descalificación de los candidatos presidenciales.
Sin embargo, al respaldar a Arévalo y a su movimiento, la administración de Biden tomó la decisión correcta. La actual agitación política en Guatemala es una prueba del compromiso de Estados Unidos con la defensa de la democracia. Si fracasa, las consecuencias se extenderán mucho más allá de Centroamérica.
–Glosado, editado y traducido–
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