¿Cómo llegamos hasta aquí?, me preguntan a menudo en el Perú. Me doy cuenta de que mucha gente no pensaba atravesar nuevamente las aguas de la inestabilidad política, tampoco que el viento del crecimiento económico dejaría de soplar, ni que chapotearíamos en esta charca de presidentes renunciantes, prófugos e investigados, marcada por un Congreso que gestiona intereses criminales, con jueces que subastan decisiones, en fin, una vida pública que llevaría a que un resucitado Ricardo Palma sentencie que, en nuestro lodazal, quien no tiene de Giuffra tiene de Mamani… ¿Cómo llegamos hasta aquí?, me vuelven a preguntar, atónitos.
Y, sin embargo, quiero argumentar, el descalabro estaba más cantado que “Despacito”.
Desde que la democracia volvió al Perú en el 2000, solo hemos tenido dos proyectos políticos. Por proyecto político aludo a un horizonte programático claro para el país, abiertamente defendido desde el poder. Uno es el republicanismo que promovió Valentín Paniagua en su breve gobierno de transición; el otro, el hortelanismo modernizador que encontró en Alan García su articulador más fino. No hay más. No inventaron estas propuestas, pero ambos tuvieron la virtud de comunicar con transparencia sus proyectos. Y actuar en consecuencia. (La versión extendida del argumento aquí presentado la encuentran en el prólogo a la nueva edición de mi libro “Ciudadanos sin República”).
Al asumir el gobierno de transición, Paniagua estableció un horizonte de acción republicano. En los discursos de posesión de mando del Congreso y la presidencia, llamó a devolverle al país “su genuino derecho a gobernarse por obra de su voluntad y emanciparse de cualquier tutela que no sea la de su soberanía”. Insistió en la necesidad de “reinstitucionalizar” el país. Es decir, enfatizó el núcleo del republicanismo clásico: el autogobierno y la legitimidad de las instituciones. Subrayó la importancia del consenso, e hizo un llamado a “que nadie se sienta excluido”. Importante recordarlo, aunque su prioridad fuese la recuperación de las instituciones, destacó la importancia de una economía fiscalmente responsable. Al cuantificar sus discursos, las palabras más utilizadas fueron “Gobierno”, “Constitución”, “pueblo”, “tarea”, “responsabilidad” y “democrática” (eliminando palabras genéricas).
Alan García publicó en estas páginas hace más de diez años el artículo “El síndrome del perro del hortelano”, en el cual presentó su visión modernizadora del país. Ahí explicó que nuestro principal problema era la abundante “propiedad ociosa” y que nuestra necesidad impostergable era la expansión de la gran inversión privada para poder transformarla en riqueza. Este programa de modernización encontraba, sin embargo, un escollo: ciudadanos que no comparten esta visión del progreso. Son perros del hortelano. Es decir, ya en el título del texto la ciudadanía aparece como un rival. Nuestro futuro, sostenía García, radica en “poner en valor los recursos que no utilizamos”, y concluía que esto es “lo único que nos hará progresar”. Las palabras más mencionadas fueron “millones”, “inversión”, “hortelano”, “perro”, “recursos” y “hectáreas”. En el hortelanismo, la preocupación por el Estado de derecho, la democracia o las instituciones brilla por su ausencia.
El hortelanismo triunfó en el Perú contemporáneo. Los esfuerzos anticorrupción e institucionalistas del gobierno de Paniagua fueron fugaces. Luego mandó el hortelanismo. Su victoria se verifica al comparar aquel ideario con la situación del país hoy. ¿Había que abrir la economía peruana al mundo? Se firmaron 17 tratados comerciales en 15 años. ¿Había que captar grandes inversiones? Las recibimos como nunca. ¿Había que crecer a todo vapor? El PBI casi se triplicó en 18 años. Nada de esto –todo positivo– fue casualidad. Se invirtieron recursos, gente y capital político para que ocurriera. Respondía a las prioridades del hortelanismo.
Pero el Perú de hoy también está constituido por aquello que el hortelanismo ningunea. La ciudadanía conceptualizada como enemiga del progreso dio lugar a que líderes e instituciones no gocen de legitimidad ni respaldo; el desinterés por las instituciones democráticas permitió que estas deviniesen en un bazar persa con “las poltronas del Parlamento disputadas igual que una ternera gorda y muerta o, simplemente, vendidas como un carro robado” (Antonio Cisneros); la inexistente preocupación por el Estado de derecho descartó cualquier intento por eliminar el sarro que almacenaba el Poder Judicial.
Es decir, el hortelanismo, con el apoyo entusiasta de nuestros líderes políticos, tecnocráticos, empresariales y opinantes, ofreció riqueza sin ley. Y eso logramos. Estamos cosechando lo que sembramos.
El hortelanismo no es una invención de García. Solo transcribió aquello que flotaba en el ambiente. De Toledo a hoy, el hortelanismo ha sido el idioma del establishment limeño. Es fácil distinguirlo. El economista Roberto Abusada, por ejemplo, engranaje clave entre el sector privado y el MEF durante más de 20 años, publicó entre febrero del 2014 y abril del 2018, 111 columnas de opinión en El Comercio. De lejos, la palabra que utilizó más veces fue “crecimiento” (382 veces), le siguieron “inversión”, “economía”, “gobierno”, “privada”, “empresas”, “millones”, “precios”. La última de las palabras con relevancia en este análisis es “instituciones” (33 veces). “Democracia” aparece solo en cuatro oportunidades. Si hacemos el mismo ejercicio con las columnas de Gianfranco Castagnola, presidente de Apoyo Consultoría y muy influyente en gobiernos y grandes empresas, hallamos el mismo monolingüismo hortelano. Procesadas las 36 columnas que publicó en el diario El Comercio entre junio del 2015 y abril del 2018, la palabra más empleada es “economía” (90 veces). Le siguen “gobierno”, “inversión”, “millones”, “empresas”, “crecimiento”, “proyectos”. La palabra “democracia” es utilizada dos veces.
Entonces, ¿por qué en estas últimas dos décadas hemos crecido económicamente mientras la vida pública se pudre por los cuatro costados? Porque como mandaba el catecismo, la inversión era “lo único” que nos haría progresar. Por gracia divina modernizadora, ella se convertiría en mejores instituciones. O, como repetía Jaime de Althaus en su libro del 2011 (¡citando a un marxista!): Sin burguesía no hay democracia. Ese es el corazón del mito hortelano. Que el mundo de la democracia y las instituciones puede postergarse hasta que haya riqueza o burguesía. Y eso hicimos. Pero, chesss (in memóriam, ‘Gordo’ Casaretto), la revolución capitalista no civilizó al juez Hinostroza ni a Becerril. Falló el plan.
El gradual deterioro que ha generado la crisis presente, entonces, reside exactamente en aquello que el hortelanismo deliberadamente considera secundario, sino trivial: instituciones, Estado de derecho y ciudadanos. Somos hechura de nuestra derecha hortelana; más alanista que vargasllosista, menos paniagüista que fujimorista. Basta ver cuánta gente del establishment (no de la ciudadanía) considera que el segundo gobierno de García fue excelente. Tácita confesión de su simpatía por el crecimiento sin ley.
Toca hacer el balance y liquidación del hortelanismo: su principal deficiencia es menos lo que promueve, que lo que impide. El hortelanismo nos paraliza porque las reformas que precisamos generarán necesariamente “ruido político”. Y para el hortelanismo esto es peor que la compraventa de sentencias judiciales. ¿Pelear para que desde la escuela niñas y niños interioricen la igualdad de derechos y oportunidades? No, hermanito, esa batalla va a costarnos un punto del PBI. ¿Defender la Constitución alterada ilegalmente desde el reglamento del Congreso? Eso pondría nerviosos a los inversionistas. Todos deberíamos recordar las opiniones que llamaban a que PPK deje caer a Saavedra, pues la economía se resentiría si daba batalla por la educación. Ofrendaron su cabeza y en el 2017 crecimos la mitad que en el 2016. Ni soga ni cabra. El Estado de derecho y la democracia hacen sostenible el capitalismo; el capitalismo sin Estado de derecho solo segrega corrupción.
Entonces, o recuperamos las prioridades republicanas o proseguiremos esta lenta debacle. Pero entendamos que toda reforma institucional es por definición contenciosa. Cambiar una institución significa desalojar a los beneficiarios del statu quo. ¿Puede el presidente Vizcarra encabezar algo así? Solo puede hacerlo, evidentemente, si está dispuesto a arriesgar su cabeza. Avanzar en la dirección correcta requiere –no única pero sí necesariamente– enfrentar al fujimorismo parlamentario. Si no, ya lo cantaron los Sex Pistols: “No future”. Nuestros líderes tienen la palabra, ¿hortelanos o republicanos?