Ana Jara, ministra de Trabajo, no pudo evitar meterse en el tema y, pisando los terrenos de Carmen Omonte, ministra de la Mujer, se manifestó rauda e inopinadamente respecto al acoso sexual en el transporte masivo que ha adquirido notoriedad en los últimos días.
Además de sugerir la autodefensa (tijeras, clavos y agujas ¿?), la ministra Jara no tuvo mejor idea que sugerir la segregación por géneros del transporte masivo, de tal suerte que algunas unidades sean exclusivas para el servicio de las mujeres y otras tantas para los hombres.
Tan peregrina idea no pasaría de ser un dislate de jocosa consecuencia si no fuera porque la autoridad del transporte masivo ha anunciado estudiar seriamente esta discutible iniciativa. Además de lo retrógrado y subliminalmente sexista de la propuesta, sería inviable y de nula practicidad. Lo peor del caso es que con ello poco favor se le haría a sus presuntas destinatarias, las mujeres, y no se evitaría trasladar el acoso sexual hacia otros terrenos, escenarios y momentos.
Para empezar, no todo el transporte masivo podría ser segregado, solo el que puede ser controlado, por lo que el de las combis y buses sin control estarían fuera de la segregación, con lo cual subsistiría el problema de fondo. ¿Cuántas unidades habría que separar? En principio, 50%-50%. Pero ello no evitaría ver, en algunos momentos, colas de varones pugnando por un sitio en la unidad designada para ellos, y buses con mujeres sin su plena capacidad. O viceversa. El resultado sería un fiasco económico.
Los viajes de las familias y de las parejas estarían proscritos, ya que los padres serían separados de las madres, los esposos de las esposas, los novios de las novias, los hermanos de las hermanas y los amigos de las amigas. ¿Y los hijos con quién viajarían? Los padres varones estarían prohibidos de viajar con sus hijas mujeres, ya que serían separados en el uso del servicio. Al final, las hijas estarían más desprotegidas que protegidas. El manejo logístico, administrativo y operacional de tamaño desaguisado sería de tal magnitud que el folclórico remedio sería largamente superado por la penosa enfermedad, y las destinatarias de una protección estatal quedarían más expuestas, con un peor servicio, encarecido e inviable.
Como consecuencia de la Guerra Civil (1861-1865) se abolió la esclavitud en Estados Unidos. Treinta y un años después la abolición fue mediatizada y la segregación racial norteamericana fue legalizada por su Suprema Corte al sentenciar el tristemente célebre Caso Plessy vs. Ferguson (1896) con el cual –pretendiendo proteger a las personas de color– se escondió una grosera discriminación consagrando la doctrina “iguales pero separados”. Se dijo entonces que si bien la Constitución norteamericana consagraba la igualdad de las personas, ello no significaba que “los iguales” estuvieran obligados a caminar, comer, educarse, sanarse o transportarse juntos. Entonces, la gente fue segregada por su color. Tenían acceso a los mismos servicios y derechos, pero los blancos entre blancos y los afrodescendientes entre sus iguales.
Más de un siglo después, similar fórmula pretende ser la solución para el acoso sexual que injustificadamente sufren las mujeres, en particular en el transporte masivo. No parece que conozcamos algo de historia. Mucho peor: no parece que en pleno siglo XXI hayamos aprendido de ella.