"En el fondo, el motivo de las disputas será siempre el mismo: cuánto cree cada uno que le debe tocar de la torta global de impuestos cobrados a un grupo de empresas" (Foto: iStock).
"En el fondo, el motivo de las disputas será siempre el mismo: cuánto cree cada uno que le debe tocar de la torta global de impuestos cobrados a un grupo de empresas" (Foto: iStock).
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Iván Alonso

El gran economista James M. Buchanan, premio Nobel en 1986, sostenía que se necesitaba una “constitución fiscal” para limitar el poder del gobierno –que es lo que hacen, o deberían hacer, las Constituciones– en materia tributaria. La teoría tradicional de la hacienda pública se imagina a un gobierno benevolente tratando de recaudar una cierta cantidad de ingresos con una combinación de y tasas que cause las menores distorsiones posibles a la actividad económica. Pero no es así como se comportan los gobiernos en la vida real, dicen Buchanan y un coautor en su libro “The Power to Tax”. Una hipótesis más fructífera es imaginárselo como un monopolista que brinda servicios a sus ciudadanos, pero que explota su poder monopólico para maximizar sus ingresos. Detrás de eufemismos como el de reducir externalidades, que se utiliza para justificar los impuestos selectivos al consumo, suele esconderse una realidad más prosaica: generalmente, los bienes gravados con ese tipo de impuestos son bienes cuyo consumo es poco sensible al precio, como la gasolina o la cerveza.

El siempre ha servido, entre otras cosas, para limitar el poder monopólico del fisco. Si los impuestos que gravan la producción de bienes y servicios en un determinado país son muy altos, las empresas pueden mudarse a otro país y desde allí exportarlos al primero, siempre que los costos de transporte no sean mayores que el ahorro de impuestos. El comercio internacional pone a los gobiernos de los distintos países a competir entre sí para ofrecer condiciones fiscales que hagan más atractivo invertir dentro de sus respectivas fronteras.

Esta competencia se ha agudizado en la era digital, en la que el costo de “transporte” de ciertos servicios se ha reducido prácticamente a cero. Muchas empresas tecnológicas han migrado a países de baja tributación como Irlanda y Luxemburgo. Para exportar servicios que no son más que códigos de computación que dan acceso al usuario a un servidor o una base de datos ubicada en algún lugar del planeta, lo único que se necesita mudar es el domicilio fiscal donde se registran las utilidades. Esto ha puesto de vuelta y media a los gobiernos de otros países, más de 130 de los cuales, incluyendo el Perú, se proponen firmar un acuerdo para fijar un impuesto mínimo de 15% a las utilidades de las empresas domiciliadas en ellos: una concertación de precios con otro nombre.

Los carteles suelen enfrentar problemas para que todos sus miembros cumplan con sus acuerdos, y este no será la excepción. Diferencias entre unos países y otros sobre las reglas para calcular las utilidades gravables seguramente aparecerán y generarán tensiones de cuando en cuando. Para disiparlas, tendrán que acordar reglas cada vez más detalladas y más complejas. En el fondo, el motivo de las disputas será siempre el mismo: cuánto cree cada uno que le debe tocar de la torta global de impuestos cobrados a un grupo de empresas.

El aumento de los impuestos globales a los –inevitable con un acuerdo de esta naturaleza– afectará el crecimiento y la innovación. Los gobiernos del mundo tendrán más recursos a su disposición, que podrán gastar en cosas que sus ciudadanos valoren más que los impuestos adicionales que tendrán que pagar o quizá no. La verdad, si este acuerdo llega a firmarse, no vemos motivos para celebrar.

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