La transformación digital, la revolución industrial 4.0, ya se asoma en la justicia peruana. El COVID-19, la extensa cuarentena y el deber de prevenir la expansión de la pandemia han acelerado el impulso de la llamada justicia digital. Decenas de normas del Tribunal Constitucional, el Ministerio Público y el Poder Judicial inciden ahora en la virtualización de los procesos: mesa de partes electrónica, notificaciones y diligencias remotas, seguimiento de casos en línea y, lo más complejo, la digitalización de expedientes y las audiencias telemáticas.
Ello solo es posible mediante el uso cada vez más intenso de tecnologías como el cloud, el blockchain, el Internet de las cosas (IoT) y la inteligencia artificial (AI), herramientas para el mejoramiento de los servicios legales y que han dado lugar a nuevas disciplinas como la ‘legal tech’ (tecnología aplicada al derecho) y la ‘juditech’ (transformación digital de la justicia). En ese sentido, el derecho ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los abogados. Tiene como centro al usuario (‘legal design thinking’) y demanda, por ello, la intervención de nuevos ‘players’ (jugadores): ingenieros de sistemas, programadores, diseñadores, analistas de datos, marketeros. Un ámbito donde el pensamiento legal debe conjugarse, necesariamente, con el razonamiento tecnológico.
En ese contexto, la virtualización de la justicia tiene como meta la optimización de los recursos escasos –tiempo y dinero principalmente– invertidos en la prestación de los servicios judiciales, esto es, los dirigidos al usuario final, al ciudadano que quiere acceder a una justicia rápida y efectiva. La justicia digital es el sueño del ciudadano que accede al sistema judicial con un ‘clic’ desde su celular. Reflejo de ello es el optimismo del juez supremo Héctor Lamas More. En una reunión oficial en Washington, defendió como cercana la posibilidad de usar la inteligencia artificial “para la solución de procesos simples, no contenciosos o sin contradicción, siempre que sea habilitado un medio de impugnación ante el juez” (“El Peruano”, 7/11/19). Esto es un modelo en pleno desarrollo en China y en Estonia, como por ejemplo el “Proyecto de los jueces robot”.
Aunque desde esa perspectiva puede decirse que la virtualización contribuye a la democratización del acceso a la justicia, no son pocos los problemas que pueden convertir ese sueño en pesadilla. En primer término, la brecha digital. Según datos del INEI a diciembre del 2019, solo el 38,8% de la población nacional tiene acceso a una computadora con Internet, en el área rural apenas el 5,7%, y aunque el 61,6% usa Internet vía una computadora o dispositivos móviles, en la zona rural la cifra cae a 25,8%. Finalmente, solo el 6,1% de la población tiene Internet en su casa, en el trabajo y en el celular. Esto significa que más de la mitad de la población no tiene la posibilidad de acceder realmente a esa justicia remota, y peor si solo el 7,3% cuenta con una suscripción de banda ancha, según datos recientes del PNUD. Esencial para la carga y descarga de documentos y, sobre todo, para las audiencias virtuales: una voz que se entrecorta o una imagen que se congela no garantizan el respeto al debido proceso ni la inmediación.
A este problema se suman los de ciberseguridad. El Estado debe garantizar la confidencialidad, la integridad y disponibilidad de la información, condiciones que no reúnen las plataformas “oficiales” para las audiencias telemáticas, como Zoom, Skype o Meet, o el uso de WhatsApp para las notificaciones o denuncias. De otro lado, como en la litigación oral, la litigación virtual demanda nuevas habilidades digitales que hoy no tienen los abogados, jueces y fiscales. No es lo mismo la comunicación “cara a cara” que la efectuada a través de una computadora. Por último, la virtualidad puede limitar garantías como la inmediación; un testigo que declara de forma remota podría simplemente leer lo que alguien le escribe por un móvil o en el chat de la misma pantalla que mira al declarar.
La revolución industrial 4.0 ha tardado en penetrar el mercado legal, pero ha llegado para quedarse. Sin embargo, la justicia virtual debe superar antes estos problemas, esos muros que crean una verdadera barrera digital y que, en vez de democratizar el acceso a la justicia, pueden convertir el sistema en una fábrica de injusticia digital.