La inmunidad de la que gozan los congresistas no solamente es ya una institución obsoleta, sino que ha devenido en una figura de alto riesgo en nuestro actual contexto de país, por lo que ha llegado el momento de plantear su erradicación. No obstante su evidente anacronismo, al haberse originado siglos atrás como privilegio personal de unos pocos en sistemas no democráticos, su vigencia se mantuvo en la mayor parte de países de la región, principalmente en razón de los vaivenes políticos y la inestabilidad a la que se encontraban expuestos.
Pero la inmunidad no sobrevivió más como un privilegio individual sino entendida como un mecanismo institucional, establecido para cautelar que la labor del Congreso no se vea afectada por medidas abusivas contra sus miembros. Aun así, su indebida utilización resulta peligrosa, como constatamos hoy en el Perú donde ha sido desnaturalizada por completo, al punto de haber adoptado nuevamente el carácter de privilegio personal y mutado además hacia una suerte de garantía de impunidad.
En efecto, examinando solo nuestra historia constitucional reciente, se puede advertir un uso arbitrario e injustificado de la inmunidad por parte del Congreso de la República. Este hecho constituye sin duda un factor determinante del desprestigio de este poder del Estado, considerado desde hace varios años como una de las instituciones más corruptas y menos confiables del país (ver encuestas de Proética del 2013 y 2015). A ello hay que sumar ahora la evidencia de que, aprovechando la debilidad estructural de nuestras organizaciones políticas, la criminalidad organizada ha logrado permear el aparato estatal, comprometiendo directamente el funcionamiento de instituciones claves, como el propio Congreso.
Cabe destacar, por ejemplo, la grave distorsión producida con la inmunidad cuando constatamos que, si bien entre el 2007 y el 2010 la Corte Suprema encontró razones fundadas para procesar a un total de ocho congresistas, el pleno del Congreso no llegó a aprobar ninguna de tales solicitudes, negándose en todos los casos a levantarles el fuero. En períodos más próximos, entre el 2011 y hasta julio del 2016, la Corte Suprema requirió al Congreso el levantamiento de este privilegio en 12 oportunidades, siendo solamente dos los casos que fueron atendidos positivamente.
No hace falta excesiva malicia para suponer que las negociaciones y los blindajes han estado a la orden del día para explicar esta renuencia del Congreso a levantar la inmunidad en casi la totalidad de los casos. Esto a pesar de que es la propia Corte Suprema –y solamente después de una rigurosa evaluación de los hechos y la fundamentación presentada por el Ministerio Público o las instancias inferiores del Poder Judicial– la que formula los pedidos al considerar que existen elementos suficientes para procesar a los congresistas involucrados.
Cuando una situación parecida se vivía en Colombia, Pablo Escobar consiguió ser elegido congresista. Es probable que esa haya sido la principal razón por la que, años atrás, la inmunidad quedó definitivamente eliminada en ese país. Medidas menos radicales, pero que tampoco permiten que sea el mismo Congreso el que autorice el juzgamiento, se han puesto en vigencia en Brasil y Chile. En esos países, para procesar a un congresista se requiere únicamente observar ciertos procedimientos especiales en los ámbitos del Ministerio Público y el Poder judicial.
En el Perú, donde cada vez resulta más evidente que la prerrogativa de la inmunidad se ha convertido en un poderoso incentivo para que quienes se encuentran procesados, o en riesgo de serlo, opten por financiar campañas y hasta se animen a postular al Congreso, ¿debemos seguir de brazos cruzados? Por muchas y muy fuertes razones resulta indispensable que, desde la ciudadanía, iniciemos una decidida cruzada para eliminar la inmunidad parlamentaria, hoy convertida, en los hechos, en la antesala de la impunidad.