En julio del 2020 el Congreso aprobó una reforma constitucional para eliminar la inmunidad parlamentaria (artículo 93) y el antejuicio constitucional a favor de los ministros de Estado (artículo 99), y permitir que el presidente pueda ser acusado durante su mandato por delitos contra la administración pública (artículo 117). Una reforma bastante cuestionable, como advirtiera en su momento, porque rompía el equilibrio de fuerzas entre el Ejecutivo y el Legislativo, en un sistema presidencialista como el de las constituciones de 1979 y 1993.
Esta reforma debía ser sometida a segunda votación en la legislatura actual, para que se complete el proceso de reforma constitucional. Sin embargo, el 10 de diciembre el Congreso ha dado marcha atrás al aprobar un nuevo texto que solamente incluye la eliminación de la inmunidad parlamentaria, renunciándose a esas reformas que conspiraban contra el necesario equilibrio de poderes en el Estado. Por tratarse de una nueva reforma, esta deberá ser ratificada en la siguiente legislatura.
El nuevo texto del artículo 93 reitera que los congresistas “no están sujetos a mandato imperativo ni a interpelación” y mantiene la llamada inmunidad de opinión (“freedom of speech”), al señalar que no son responsables “por las opiniones y votos” en el ejercicio del cargo. Pero a la vez elimina la inmunidad de procesamiento y la inmunidad de arresto (“freedom from arrest”), según la norma aún vigente en caso de delitos comunes (homicidio, tráfico de drogas, estafa, etc.), los parlamentarios no “pueden ser procesados ni presos sin previa autorización” del Congreso, salvo delito flagrante.
De consolidarse la reforma, los congresistas sí podrán ser investigados e incluso detenidos por delitos comunes, sin que el Parlamento sea una barrera o escudo para la impunidad. Por ejemplo, si el expresidente Vizcarra llegara a ser congresista, el Legislativo no tendría que aprobar la ejecución de una prisión preventiva o una condena por los presuntos delitos cometidos cuando fue gobernador de Moquegua.
Una reforma a todas luces plausible. La inmunidad parlamentaria es una reliquia constitucional en pleno proceso de desaparición, es un modo de discriminación positiva, una excepción manifiesta al principio de igualdad, los congresistas no son iguales ante la ley penal, a diferencia de cualquier ciudadano, están protegidos, son “inmunes” al poder de los jueces. Ya nada justifica que una institución ideada para proteger a los representantes de la nación, sea justamente utilizada como un mecanismo de impunidad.
La reforma, sin embargo, aún está incompleta en dos sentidos. Primero porque el texto de julio establecía que, si bien ya no interviene el Congreso, los procesos penales contra los parlamentarios quedarían a cargo de la Corte Suprema, una regla inconveniente porque crea innecesariamente otra forma de desigualdad, el parlamentario debería ser juzgado siempre por una juez ordinario o de primera instancia, como un ciudadano más. La reforma de diciembre trata de atenuar esta regla, se indica que la Corte Suprema solo interviene si el delito imputado fue cometido durante el periodo congresal, de no ser así es competente el juez común.
La segunda tarea pendiente es la revisión del antejuicio constitucional, otra fuente de impunidad y oportunismo político para, según el caso y las correlaciones de poder, proteger al “amigo” o perseguir con celeridad al “enemigo”, al alto funcionario imputado por delitos de función. Es necesario transparentar y juridificar este proceso, bien a través de un procedimiento previo ante la propia Corte Suprema o ante el Tribunal Constitucional.
Como recuerdan Ignacio Berdugo Gómez de la Torre y otros, “en el Antiguo Régimen, la condición de las personas otorgaba privilegios consistentes en la inmunidad total o parcial de la aplicación de la Ley penal o la exclusión de determinadas penas para determinados sectores sociales, como la nobleza” (Curso de Derecho Penal, Parte General, Barcelona 2004, pg. 96). Han transcurrido más de dos siglos, pero las inmunidades y prerrogativas aún subsisten en las regulaciones constitucionales y penales, aunque cada vez más débiles y con menos justificaciones.
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