Felipe Ortiz de Zevallos

Mañana lunes, a las 3 p.m., nuestra será sometida a una prueba adicional de estrés. Con apenas ocho meses de Gobierno, el presidente asistiría al Congreso para hacer frente a la moción de por incapacidad moral permanente, iniciativa cuya admisión al debate fue votada por 76 de los 130 congresistas.

Según Francisco Sagasti, su antecesor en el cargo, en un artículo publicado en “La República” la semana pasada, el presidente Castillo “ha demostrado que no sabe distinguir entre el interés privado y el público, entre lo correcto y lo incorrecto, entre el bien y el mal en el ejercicio del poder político”. Una afirmación tan rotunda, de alguien con amplia solvencia para hacerla y que no es un enconado adversario político, podría, en otras circunstancias, considerarse un argumento de peso como para conseguir, después del trámite parlamentario de rigor, los 11 votos adicionales que se requieren para formalizar la vacancia presidencial.

¿Será este el resultado? Una encuesta entre analistas políticos reflejaría que la mayor parte considera que –después de una jornada parlamentaria que podría cubrirnos de oprobio, cargada de presentaciones que no muchos oirán con poco interés– los votos por la vacancia presidencial finalmente resulten insuficientes para decretar medida tan radical. Quedará el registro de algunas connivencias subalternas.

Al día siguiente, nuestra frágil democracia se despertará aún más resquebrajada e incierta. En el último Índice Democrático (2021) elaborado por “The Economist”, el se ubica en el puesto 13 en la región (71 en el mundo). Y con un puntaje promedio de 6.1/10.0 puntos, apenas por encima del límite (6.0) que separa a las “democracias defectuosas” (como se califica actualmente a la peruana) de los “regímenes híbridos”.

Cinco son los criterios que “The Economist” utiliza para elaborar el referido índice: la calidad del sistema electoral y el pluralismo; el funcionamiento del gobierno; la participación ciudadana; la cultura política; y las libertades civiles. En la última medición, el Perú obtuvo 8.75 en elecciones, 5.36 en calidad gubernamental, 5.56 en participación, 3.75 en cultura y 7.06 en libertades. Una democracia, por tanto, no consiste solo en celebrar elecciones periódicas y contar con libertades mínimas, también requiere de un Estado que funcione eficientemente, de una ciudadanía que participe activamente, y de una cultura política que haya superado los vicios tradicionales del patrimonialismo y el clientelaje para fomentar un clima de respeto mínimo y tolerancia.

¿Qué calificación obtendrá la democracia peruana en el 2022? Lo más probable es que siga declinando. En poco más de medio año, se celebrarán elecciones regionales y municipales en un contexto polarizado e incierto. Hay cerca de 180 grupos inscritos para participar. La mayor parte del Poder Judicial sigue postrado en un pantano de ineficiencia, formalismo y corrupción. El presidente Castillo no ceja en nombrar funcionarios poco competentes y carentes de idoneidad para cargos públicos de alta responsabilidad. Los trámites se multiplican y atrofian. El aparato estatal arrastra los pies. La inversión se ha estancado. Jóvenes profesionales emigran. El país podría retroceder una década. Y se siente una anomia y frustración ciudadana crecientes. Con tales tendencias, lo más probable es que, durante el año en curso, se perderá la categoría de “democracias defectuosas” para caer –al lado de Paraguay, El Salvador, Bolivia y Guatemala– en la categoría de “regímenes híbridos”, algo por encima de los “regímenes autoritarios”: Haití, Nicaragua, Cuba y Venezuela.

Según Jan-Werner Müller, la democracia se asienta en la libertad y la igualdad. Son dos principios que debieran convivir en tensión permanente. Los conflictos resultan inevitables en cualquier sociedad libre. El quid es cómo se manejan estos. Una democracia requiere de reglas confiables y cumplibles. Estas, a la vez, potencian y restringen. Y tales reglas enmarcan también una incertidumbre futura. Una que, en el contexto de las reglas mencionadas, otorga a la democracia su dinámica, y, ¿por qué no?, un potencial regenerativo.

A escala global, hay analistas que se muestran poco optimistas respecto del futuro de la democracia. Hay instituciones políticas en crisis por su escasa eficacia para canalizar adecuadamente las inquietudes ciudadanas. El populismo abunda. Y no pocos actores y grupos muestran una vocación marcadamente autoritaria con poca lealtad a los valores democráticos. Pero la defensa de Ucrania ante el zarpazo ruso muestra que, ante circunstancias críticas, las democracias pueden funcionar mejor que las dictaduras. Y Occidente puede despertar de su inercia. Por su corajudo liderazgo, el presidente Volodímir Zelenski ha visto triplicar su aprobación popular. Guerra tan nefasta y riesgosa como la que enfrenta va a castigar también a la economía global y al comercio internacional.

La esperanza, debe recordarse, es algo distinto al optimismo. Este se basa en un cálculo realista de probabilidades. En cambio, la esperanza apuesta por imaginarse caminos y escenarios hacia adelante, al margen de cuan probable parezca hoy que puedan transitarse algún día. Visualizar tales caminos los vuelve posibles; el resto ya depende del actuar de los ciudadanos. Porque vivir en una democracia no constituye un derecho adquirido; requiere más bien de un compromiso sostenido. Falta pues imaginar con audacia cuales pueden ser las rutas posibles, para luego –como sugería el economista Albert O Hirschman– volverlas probables.

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