Esta debería ser una columna sobre lo mucho que deseamos que la selección peruana derrote este lunes a Australia en el repechaje. Una columna que analice por qué somos favoritos ante un rival acostumbrado a estas repescas mundialistas. Que transpire un patriotismo optimista, contagiante, pero lo suficientemente sensato para no caer en chauvinismos. Que resalte lo unidos que podemos estar cuando deponemos nuestras diferencias y peleamos por un mismo objetivo. Que celebre cómo el fútbol nos integra a pesar de nuestros orígenes, ideologías y credos. Que nos recuerde que al menos durante noventa minutos somos un país de verdad. Ese mismo país que cantamos e idealizamos en “Contigo Perú”. Por supuesto, debería ser todo eso y más, pero acabaría pareciéndose a un lema publicitario o a un eslogan para vender cervezas y televisores.
Según como queramos verlo, la selección peruana puede ser dos cosas: el rostro del país, la representación de la nación, síntesis de un sincretismo ancestral, la suma de todos esos complementos a veces contradictorios entre sí, que finalmente son capaces de coexistir y potenciarse para lograr proezas insospechadas. Pero también puede ser una máscara con apariencia de rostro detrás de la que ocultamos todas esas cicatrices y fracturas que nos impiden construir una sociedad justa y equitativa. Una careta que nos permite vivir una ficción de lo que desearíamos ser y que en realidad no somos porque, así como nos atragantamos con el “unida la costa, unida la sierra y unida la selva” en medio de una tribuna en trance patriótico, exponemos todo nuestro racismo cada vez que “criticamos” al presidente de la República o nos resignamos a ver cómo las familias de tres “chicos de cono”, atropellados por la impunidad con apellido compuesto, deben aceptar una condena injusta solo porque así funciona el país. Tómelo o déjelo.
Quizá la selección peruana sea ambas cosas. Porque creer, a estas alturas, que es tan solo un equipo de fútbol que nos representa cada cuatro años en las Eliminatorias sería casi tan ingenuo como creer que la gastronomía peruana es apenas el menú escrito con tiza en una pizarra del restaurante de la esquina.
Por supuesto, podemos “hablar de fútbol”. Si la presión nos jugará en contra. Si Corzo deberá reemplazar a Advíncula en caso no se recupere a tiempo. Si Gareca optará por asumir el control del partido o esperar a que Australia salga de su campo. El análisis de la estrategia supone una serie de variables, estimaciones y pronósticos que al final acaban siendo transitorios. Una vez empezado el partido, la dinámica del juego se impone. Pero hay partidos, como este, que no acaban 90 (o 120) minutos después. Se siguen jugando en otros campos más simbólicos y generan una repercusión mayúscula a nivel nacional. No en vano este lunes será feriado para el sector público y más de cuatro millones de estudiantes de colegios nacionales perderán clases.
Como explica la socióloga Noelia Chávez, en una reciente columna publicada en la revista “Sudor”, este lunes está en juego mucho más que una victoria o una clasificación: está en juego el mito unificador que nos ha provisto el fútbol en los últimos años para cohesionar esa comunidad imaginada, construida a partir de un sentido de pertenencia, descrita por el historiador y politólogo irlandés Benedict Anderson. A falta de elementos fundantes gloriosos para forjar nuestros imaginarios nacionales, la clasificación al Mundial de México 70, en medio del quiebre histórico que reivindicaba la dictadura de Velasco Alvarado y de la tragedia del terremoto de Yungay, es planteada por Chávez como la primera constatación de ese mito. El fútbol, la simpleza de sus reglas y la forma de su competencia facilitan la exacerbación de los símbolos patrios, las revanchas simbólicas y la oportunidad de hacernos creer que cada cuatro años podemos alcanzar una épica colectiva.
Desde esa perspectiva, es lógico deducir que hace cuatro años se vivió un proceso similar con la clasificación a un mundial después de treinta y seis años. Por eso Chávez sugiere que el mito unificador puede cobrar vida nuevamente, como hoy, a pocas horas del repechaje ante Australia, justo en un contexto signado por la decadencia del sistema político y la precariedad de las instituciones. ¿Pero qué tan artificiosa es esta cohesión? ¿Qué tan constante en el tiempo puede llegar a ser? ¿Y qué tan engañosa termina siendo al convertirse en una forma de escapismo frente a los problemas más críticos y sistémicos que debemos resolver para construir un verdadero mito unificador, real y consistente?
El resultado de mañana no será tan solo un resultado para estadísticos o apostadores. Por un lado, podrá reeditar la validez de ese mito unificador a partir de una posible nueva clasificación. Pero también podría marcar para la posteridad a una generación de peruanos a los que les tocó atravesar el bicentenario, una de las pandemias más devastadoras de los últimos cien años y, quién sabe, la segunda clasificación consecutiva a un mundial de fútbol. Ahora bien: ¿de qué nos servirá esa distinción si la historia también nos recordará como la generación que prefirió la tibieza ante las mafias oficialistas y opositoras que nos gobiernan? O decidimos ser un país o nos contentamos con ser tan solo un eslogan.