En Bolivia, el presidente se llama Luis Arce Catacora, pero quien manda es Evo Morales Ayma. Por catorce años, Arce fue el ministro de Economía de Morales. Actualmente, quien acompaña a Arce en la vicepresidencia es David Choquehuanca, el sempiterno canciller de Morales. Todo está cuidadosamente amarrado. Quienes dan la cara son la comparsa en un desfile cuya batuta o voz cantante pertenece a Evo Morales.
Es viejo el ardid de designar figurones ceremoniales, no importa la denominación: títeres, marionetas, peleles, subrogados o, simplemente, zombis de la política. Se trata de un juego de sombras, una estratagema diseñada para erigirse en el poder tras el trono, perpetuarse y, si es posible, extender los tentáculos del dominio allende las fronteras.
En Cuba, a la caída de Fulgencio Batista en 1959, Fidel Castro utilizó esta argucia de manual. Apenas tomó control del país, proclamó a los incautos que nada ambicionaba, que lo suyo era el campo y la zafra, no los oropeles palaciegos. Castro dictaminó que él no sería presidente de Cuba y, en su lugar, primero, designó a Manuel Urrutia y, después, a Osvaldo Dorticós. Con taimada ceremoniosidad, los instaló en el Palacio Presidencial de La Habana para que, desde los blancos mármoles de Carrara y el Salón de Espejos, fungiesen de presidentes nominales, se reuniesen con otros mandatarios, firmasen pomposas declaraciones, pronunciasen sedativos discursos y les fuesen impuestas las condecoraciones de rigor.
Infortunadamente, ambos “presidentes” acabaron mal: Urrutia sería forzado al exilio y Dorticós aparecería un día muerto en su cama con un balazo en la sien. Fidel Castro y su hermano Raúl, en cambio, se entronizaron medio siglo.
Erigirse en gobernante de facto de un país otorga señaladas ventajas. Permite sustraerse de rígidas agendas y protocolos inherentes a un mandatario oficial. Entonces, queda abundante tiempo para conspirar.
¿Qué hace Evo Morales en el Perú? ¿A qué se deben sus reincidentes viajes a nuestro país, tres en las últimas semanas de acuerdo con el registro oficial? El máximo dirigente del Movimiento al Socialismo (MAS) prefiere adentrarse en territorio peruano utilizando la porosa frontera Puno-Desaguadero, desde donde suele desplazarse a Juliaca y luego enrumbar a Arequipa o Lima. Recorre la misma ruta del incesante contrabando boliviano denominado “la culebra”.
A través de Vladimir Cerrón e interpósitas personas (léase Pedro Castillo Terrones), Evo Morales ambiciona convertir al Perú en una extensión de su feudo altiplánico. Asiste a cónclaves de “organizaciones sociales”, incluyendo la fundación del Fenatep, nueva fachada del Conare-Sutep. Se entromete groseramente en asuntos internos del Perú. Dos de sus viajes se han registrado cuando la permanencia del primer ministro Bellido y del ministro Maraví pendían de un hilo y Cerrón amenazaba con desórdenes callejeros.
Coincidentemente, Evo Morales es experto en desórdenes callejeros. Su ‘know-how’ es “agudizar las contradicciones”, “activar organizaciones sociales”. Es decir, azuzar protestas y bloquear carreteras. Tal es su ‘modus operandi’ desde que se inauguró en el activismo cocalero en Cochabamba en 1980. Bloqueando carreteras, particularmente la de El Alto a La Paz, Morales logró el derrumbe de los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa en el 2006. Bloqueando carreteras acabó también con el interinato de Jeaninne Añez en el 2019. Implacable y rencoroso, como su par nicaragüense Daniel Ortega, Morales logró que su némesis, el nonagenario expresidente Sánchez de Lozada, permanezca en el exilio, mientras que la expresidenta Añez y dos de sus ministros purgan prisión preventiva en La Paz.
A Evo Morales le obsesiona el Perú. Rodeado por Brasil, Argentina y Chile, Morales entiende que del único país del que Bolivia podría obtener provecho es el Perú. Hasta ahora sus iniciativas han sido infructuosas. Fracasó en su afán de quebrar la neutralidad peruana cuando demandó a Chile ante la Corte de la Haya para forzar una renegociación del tratado de límites de 1904 en virtud del cual Bolivia fue despojada de Antofagasta y de su acceso al mar.
Asimismo, Morales fracasó en su afiebrado proyecto para que China construya un ferrocarril bioceánico que conecte el puerto de Santos en São Paulo, Brasil, y el puerto de Ilo en el Perú. El faraónico tren de 3.755 kilómetros atravesaría Bolivia, pasando por Santa Cruz y La Paz, Madre de Dios y Puno, a un costo estimado de 15.000 millones de dólares. Esta obra, además, causaría una hecatombe ambiental en la Amazonía.
Morales ha jugado peligrosamente la carta de los yacimientos de litio y uranio para congraciarse con Irán y Rusia. No hay que olvidar la repetida presencia de Mahmud Ahmadineyad en La Paz y los tres viajes de Morales a Teherán. Tampoco es posible soslayar el anunciado plan de Evo Morales y Vladimir Putin de construir una central nuclear en Bolivia.
Ahora, Morales pretende adiestrar al Perú sobre cómo explotar el gas natural, el litio y el uranio. Son recursos con los que también cuenta Bolivia, nuestro competidor. Pero, a diferencia del Perú, Bolivia carece de compradores y puertos desde dónde exportar. En la actualidad, sus únicos destinos son Argentina y Brasil, países que, por hallarse ad portas de alcanzar autosuficiencia energética, pronto dejarán de adquirir hidrocarburos bolivianos. Bolivia está a punto de perder una tercera parte de sus ingresos por concepto de exportaciones.
A Evo Morales se le acaba el tiempo. En el Perú, en la debilidad de sus instituciones, en la audacia de su socio Vladimir Cerrón y en los devaneos del presidente Pedro Castillo, Evo Morales vislumbra una oportunidad, un salto hacia adelante, que acarrearía un grave perjuicio a nuestro país y a nuestras futuras generaciones.
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