Mario Zúñiga Palomino

Hace poco tuve la oportunidad de participar como panelista en un foro organizado por AFIN y GSMA en el que se discutió la problemática del acceso a los servicios de telecomunicaciones y posibles soluciones de política pública. Las cifras no son alentadoras: el acceso a Internet se ha reducido en el país y la brecha entre el acceso urbano y el rural se ha acrecentado. Esto, pese a que los precios han bajado, aunque lo han hecho en un contexto en el que los ingresos de las personas también. Urge revertir esto. Pero como si la pandemia del no hubiera sido suficiente para subrayar la importancia de las telecomunicaciones en nuestras vidas (la telefonía y la Internet nos mantuvieron trabajando, abasteciéndonos, estudiando y entreteniéndonos), nos encontramos con una industria que no solo no está siendo promovida o facilitada, sino que está siendo arrinconada entre la espada de las regulaciones antitécnicas y la pared de las barreras burocráticas.

Mientras preparaba mis notas para el evento, me vinieron a la mente un par de datos de un informe del Instituto Peruano de Economía que tengo presentes cada vez que se discute el tema de la brecha digital: “cada 1% de aumento en la densidad de la telefonía móvil reduce la pobreza en 0,08%”; mientras que “la tenencia de celular a nivel nacional explica un incremento de S/2.707 (19%) en el ingreso familiar y una reducción de 7,1 puntos porcentuales en la probabilidad de ser pobre”. Datos realmente impresionantes que permiten afirmar que la telefonía móvil es un arma contra la pobreza.

Estos datos pueden complementarse con experiencias tangibles. Acceder a la telefonía móvil e Internet permite a los niños estudiar, y a los agricultores coordinar la entrega de sus productos en el mercado y recibir informes de los precios en los puntos de acopio en tiempo real. Acceder a Internet le permite a un cafetero de la selva promocionar y vender su producto en todo el mundo a través de Instagram.

Pese a lo anterior, en los últimos años se ha aprobado una serie de normas que generan un innecesario “estrés regulatorio” a la industria. Desde la vigencia de la ley 29904, Ley de Promoción de la Banda Ancha y Construcción de la Red Dorsal Nacional de Fibra Óptica, aprobada en el 2012, los propietarios deben respetar la “neutralidad de red”, un principio en virtud del cual los prestadores de servicios de Internet están impedidos de bloquear, interferir, discriminar y restringir el acceso a aplicaciones, páginas o protocolos, permitiendo “el libre tráfico de datos sin restringir la forma como Internet es utilizado por los usuarios”. Suena bien, ¿no? No lo es tanto. En aras del tratamiento “neutral” a las empresas que prestan servicios en Internet, se ha quitado a quienes proveen ese Internet la flexibilidad para monetizar su infraestructura y para gestionar el tráfico que transita en ella. Prueba de ello es que, en plena pandemia, Osiptel tuvo que emitir una resolución autorizando que las empresas de telecomunicaciones puedan gestionar sus redes para que puedan ofrecer la mejor conexión posible para ciertos usos: teletrabajo, teleeducación y telesalud, privilegiando a estos por encima de contenidos de entretenimiento, por ejemplo. El hecho de que una autoridad estatal tenga que autorizar, como excepción a un reglamento, un comportamiento que se alinea con el más elemental sentido común nos dice que algo anda mal con la norma.

Más recientemente, el Congreso aprobó por insistencia la ley 31027, que regula la “velocidad mínima garantizada”. En virtud de dicha ley, los operadores del servicio de Internet estarán obligados, a partir de este 3 de diciembre, a que el servicio funcione siempre a un mínimo del 70% de la velocidad contratada; así como a contar con velocidades de bajada y subida que tengan una relación mínima de 3 a 1 (es decir, la velocidad de subida no puede ser menor a un tercio de la velocidad de bajada). Esta norma, aparentemente pro-consumidor, va a tener (sino está teniendo ya) un impacto negativo en el alcance del servicio. La norma parece haberse diseñado desde el más completo desconocimiento del mercado y de la tecnología subyacente.

El servicio de Internet se presta a través de distintos tipos de tecnologías: cables “tradicionales”, como el ADSL y el HFC; satelital, móvil o fibra óptica. Solo esta última es capaz de garantizar la velocidad mínima y la simetría solicitada, dado que la fibra permite que cada usuario tenga un “canal dedicado” para su tráfico. Las redes implementadas con otras tecnologías (que son más asequibles y permiten mayor cobertura) son diseñadas en función de una demanda promedio, y es inevitable que en ciertos picos de demanda se presente congestión. El regulador de las telecomunicaciones, Osiptel, se opuso a esta norma considerando que podría impactar negativamente el despliegue de nueva infraestructura (lo que termina afectando a los consumidores de zonas menos densas, que en muchos casos son también los de menores ingresos). Incluso si fuera técnica y económicamente viable (no lo es) que el servicio se preste a través de fibra óptica a nivel nacional, reemplazar las redes existentes tomaría años.

Regular la “velocidad mínima garantizada” y la equivalencia 3 a 1 en velocidades de bajada y subida en los servicios de telecomunicaciones (a menos que sean prestados a través de fibra óptica) es como pedirle al concesionario de una carretera que no haya tráfico en Año Nuevo y Semana Santa. Es regular dándole la espalda a la realidad.

Por si este tipo de regulación no fuera suficiente como para desincentivar la inversión en infraestructura, los operadores de telecomunicaciones deben enfrentarse a barreras legales; desde las ubicuas trabas para el despliegue de antenas o de cableado (muchas veces contradiciendo expresamente la ley) hasta la ineficiente asignación del espectro radioeléctrico, que no permite usar este recurso a todo su potencial.

¿Qué podemos hacer en este contexto? Voluntad política para poner en práctica una de las reformas en las que el Estado sí viene trabajando bien: la mejora regulatoria. Toda la regulación de telecomunicaciones debe someterse a un Análisis de Impacto Regulatorio (AIR) retrospectivo. En algunos casos, la evidencia de su impacto (negativo) ya está disponible y el único camino es derogar las normas.

Es más, el AIR debe comenzar con una pregunta básica: ¿Por qué regulamos una determinada industria? ¿Qué problema estamos resolviendo? ¿Qué falla de mercado estamos atacando? Estamos hablando de una industria —las cifras del propio regulador son claras— intensamente competitiva. Los precios vienen cayendo sostenidamente, la oferta está creciendo y la dinámica de cuotas de mercado muestra que las empresas se quitan clientes unas a otras.

Desregular la telefonía móvil no es utópico; existen ya casos de éxito como el de Dinamarca. Algunos dirán que esto deja a los consumidores desprotegidos, pero ante casos de incumplimiento, de información incompleta o de actuaciones anticompetitivas, o donde se presenten engaños o distorsiones a la libre competencia, Indecopi está llamado a intervenir.

Las telecomunicaciones son una herramienta valiosísima para el crecimiento económico y la lucha contra la pobreza. Dejémosla funcionar.

Mario Zúñiga es líder de Competencia y Mercados de EY Law