Aunque los estereotipos de género afectan a hombres y mujeres, tienen un efecto particular en el menoscabo de las últimas, alimentando en muchos casos la impunidad cuando sus derechos son vulnerados. Todo demuestra que Solsiret Rodríguez no fue ajena a este flagelo y debemos admitir que fue doblemente asesinada: primero por quienes perpetraron el delito y luego por el sistema policial y judicial, que hicieron que sus perpetradores, durante varios años, estuvieran libres y fuera de sospecha, aun cuando las evidencias los señalaban. De haber actuado con un mínimo de diligencia, nada de lo que hoy avergüenza a los ministros hubiera ocurrido.
Sin embargo, no estamos ante un caso particular de malos policías o de una fiscalía ociosa. Lo que está en discusión es más profundo. De hecho, Solsiret no estuvo dentro de “las garantizables”; era joven, madre de dos hijos y activista. Me imagino que más de uno habrá pensado que ser activistas contra la violencia hacia la mujer no nos hace buenas madres y, menos, buenas esposas. De allí, lo único que tuvo Solsiret fueron sus padres, que no solo lidiaron contra el dolor de no ver a su hija, sino también contra un sistema que los había desechado.
Lamentablemente, Solsiret no es un caso ajeno. Ocurre con todas las desaparecidas que el Estado no registra, con mujeres trans o trabajadoras sexuales que son asesinadas. Una investigación sobre crímenes de odio en México contra personas LGTB, por ejemplo, mostró que, en el 70% de casos, no se había identificado a los asesinos.
Solsiret (es importante repetir su nombre para no olvidarnos de ella) nos interpela en varios sentidos: por agregar una pérdida más a la lista de feminicidios y porque su desaparición fue soslayada con base en prejuicios y sesgos de género. Por ello, su caso no debería limitarse solo en la sanción a las autoridades que no hicieron bien su trabajo, sino en revisar qué pasa con el sistema. Como señala Karen Anaya, las fallas ocurren cuando “se plantean líneas investigativas a partir de ideas preconcebidas, que les dificulta analizar con rigor los hechos relevantes y las pruebas, y realizar una interpretación libre de estereotipos [...]” (IUS 360, abril 2017).
En tal sentido, lo que ahora se juega son dos desafíos ineludibles por parte del sistema de justicia: a) ¿cómo afrontar los casos de las mujeres desaparecidas y cuyas familias no encuentran sosiego? y b) ¿cómo reparar a la familia de Solsiret, que ha sufrido tanto a causa de esta negligencia? De hecho, las disculpas son necesarias, pero son vacías si no se desarrollan medidas efectivas que reparen el dolor y aseguren la vida de sus niños y sus padres.
Afortunadamente y, por circunstancias tan tristes como las de Solsiret, el caso de las mujeres de Juárez, en México, brinda precedentes. En esa ciudad, ocho mujeres fueron secuestradas, torturadas y asesinadas. Durante la desaparición de las chicas, las autoridades hicieron muy poco para buscarlas. Todas eran jóvenes y se divertían. En este caso, la Corte IDH señaló que, si bien fueron asesinadas por personas particulares, el Estado fue responsable por no actuar con debida diligencia.
En tal sentido, si bien Solsiret fue asesinada por el entorno familiar de su pareja, el Estado Peruano es responsable por añadir sufrimiento a toda una familia. De hecho, hacer justicia y reparar no es lo único que le toca al Estado; también debe asegurar que esto no se repita. De allí la tarea formativa que tiene con sus funcionarios, que implica hacer cumplir las normas y los protocolos, pero también invertir en sus competencias, lo que debe empezar en sus instancias formadoras y continuar en el ejercicio cotidiano, pues –recordemos– los estereotipos no desaparecen espontáneamente. En resumen, la transversalización de género en el Estado es urgente y, para ello, hay que invertir.