A principios de abril entré con mi batallón en Andriivka, un pueblo a unos 65 kilómetros de Kiev. Éramos de las primeras tropas ucranianas en entrar al pueblo tras una larga ocupación rusa. Había casquillos y cajas de munición por todas partes y casas en ruinas.
Mataron a civiles y saquearon las casas. Pero los lugareños nos contaron algo más que hicieron los rusos: un día sacaron bicicletas de algunos patios y se pasearon en ellas por la calle como si fueran niños, grabándose con sus teléfonos y riendo con alegría, como si hubieran recibido un regalo de cumpleaños muy esperado.
Unos días antes estuvimos en Bucha, un suburbio al noroeste de Kiev que fue objeto de una ocupación infame. Sus habitantes nos contaron que, cuando el primer convoy ruso entró en la ciudad, las tropas preguntaron si estaban en Kiev; no podían creer que existieran parques y casas de campo tan idílicos fuera de la capital. Luego saquearon a fondo las casas. Se llevaron dinero, aparatos electrónicos, alcohol, ropa y relojes. Pero, según los lugareños, parecían perplejos ante las aspiradoras robóticas, y siempre las dejaban. Una residente, que fue tomada como rehén por los soldados rusos en su casa, dijo que no podían superar el hecho de que tuviera dos baños.
Esta guerra es el error fatal de Vladimir Putin. No por las sanciones económicas ni por las pérdidas masivas de tropas y tanques, sino porque los soldados de Putin proceden de algunas de las regiones más pobres de Rusia. Antes de esta guerra, a estos hombres se les animó a creer que los ucranianos vivían en la pobreza y eran cultural, económica y políticamente inferiores. Ahora los invasores han visto la realidad: los ucranianos viven mejor que ellos.
La guerra también me ha hecho ver esa realidad. Cuando Ucrania y Rusia abandonaron la Unión Soviética hace unos 30 años, teníamos las mismas economías basadas en los mismos recursos, la misma corrupción y pobreza endémicas. Incluso los ucranianos no siempre entendían las diferencias fundamentales entre los rusos y nosotros. Pero, en algún momento, nuestros caminos se separaron.
Por supuesto, Ucrania sigue teniendo sus problemas. Pero no son los mismos que los de Rusia, donde Putin lleva unos 20 años al mando y las elecciones carecen de sentido, donde las carreteras en mal estado atraviesan el país y una persona puede ser condenada a prisión por expresar una opinión.
Hace diez años los ucranianos podían beber cerveza con los rusos después de los partidos de la Eurocopa, pero entonces no nos dábamos cuenta de que Ucrania avanzaba y Rusia iba en la dirección contraria. Ucrania intentaba construir un camino hacia la libertad y Rusia estaba construyendo uno de vuelta a la Unión Soviética. Al final, nos distanciamos demasiado y algo se rompió.
Todos los días, durante meses, he llevado a ucranianos heridos en la lucha por proteger lo que hemos construido. Ahora los invasores también han visto lo que hemos construido. Y es una verdad que pueden llevarse a casa.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times