No lo engrandezcan. No lo endiosen. Era solo un ser humano, atrabiliario, enjuto y sombrío, ácido y poco complaciente, sobre todo apenas el equipo callaba y él debía hablarle a la cámara, su zona de confort por décadas.
No. Me equivoco. Su mejor amiga fue Rosa, su ama, su segunda madre, su secretaria, la mujer que soportaba sus múltiples alergias, la que le limpiaba las gafas cada cierto tiempo durante el día porque vaya que Marco Aurelio despedía un sudor extraño, un humor que en ninguna otra persona he percibido. Ese humor quedaba atrapado en la visión que tenía del mundo; a través de esas gafas gruesas y antiguas examinó al humano como si él fuera un ser de otra especie y condición.
Escudriñó ese bicho raro al que llamamos monogamia, escudriñó con lupa y pinzas el amor, la naturaleza de la arrechura y su envoltura romántica, la vil convivencia, la palabra y todo, todito su esqueleto, esos gallos de pelea y a Onán, a Schopenhauer, Malaparte y Dios. Escudriñó a la mujer, su hystera e histeria, sus dramas y melodramas, al hombre, el tamaño de su cerebro, el de su pene y el de su autodestrucción; escudriñó el consumismo, la basura televisiva y la ‘estupidemia’, término que inventamos juntos en el set como quien luego de un coito en el auto engendra un hijo brillante. Pero, ¿saben? Yo creo que en cada escudriñada, en cada una de las cosas que él decía con tanta dureza y amargura, estaba su propia necesidad de escudriñarse a sí mismo. Se sabía humano y se lamentaba de serlo. Por eso se refería al ser humano, quitándose del grupo, arrugando. Así sería la vida sino más fácil, más llevadera. No se equivoquen. Marco Aurelio no era misántropo. Ni un ser de otro planeta.
¿Por qué los libros que se comía no le dieron nunca la fórmula para relacionase con algo más que con el papel? ¿Por qué por más que leía, subrayaba, anotaba, estudiaba, mostraba y demostraba, siguió tan solo? Quizás estaba tan desencantado de sí mismo, insertado en el sistema como se sabía, que ni siquiera compró un seguro médico. Al carajo. Era un ‘outsider’ porque no podía ser un ‘insider’.
Me consta que le interesaba intentarlo, pero no podía dar un solo paso sin ser embargado por una arrasadora timidez. Por eso siempre anduvo pegado a su soledad, a sus libros, a Rosa, a uno que otro amigo fiel, a sus equipos de música que le hacían percibir la calidad sonora que él tanto buscaba, como buscaba la calidad de la gramática, de la sintaxis, de las palabras. Esperaba utopías: de las matemáticas el uno más uno es dos. Pero siempre, siempre era tres. Apuntaba ideas ajenas con su letra de niño. Tenía la letra de un niño pequeño, disléxico, curioso, apurado y juguetón.
Lo conocí. Lo gocé. Hablamos mucho y de todo. En persona, fuera del set, con la cara ya desempolvada, Marco Aurelio era un tipo gracioso, reilón, palomilla, que decía lisuras, que reía a carcajadas, que me llamaba ‘hermana’, relajado, hablantín. Hasta que su zona de confort era invadida. Allí volvía a ser el de la cámara en frente y se marchaba, con Rosa, su gesto adusto y sus gafas puestas. A mí me dejó muchas cartas breves. Me dejó también muchísimos ensayos anillados y dedicados sobre todo tipo de temas, desde la monogamia poligámica hasta uno sobre los olores. Siempre citando a alguien más, parafraseando a alguien más, porque nunca tuvo la audacia de exponer sus propias ideas. Por más que estuvo no sé cuántos años en la televisión, nunca se citó a sí mismo: hasta ahora quienes no lo conocieron en persona no sabrán qué pensaba. En su casa del parque Hernán Velarde y a muy pocas personas sí se mostraba.
Fuiste un maestro. De muchas maneras, un guía. Un amigo. Nunca un sabio y sí un compartidor de lecturas. Pretendiste desasnar al peruano. Algo épico, como lo es tu nombre. Ojalá encuentres donde estés una novia que te acurruque en su seno y pocos o ningún libro. Ahora que has muerto deja de leer y, por favor, vive.