Todos hemos oído esta frase. Mayormente en un contexto político.
Se usa casi siempre referida a la difamación, empleada como herramienta sistemática para imponer como verdad algo que quizás es solo un rumor o una sospecha.
Relacionamos esta frase con psicosociales, conspiraciones y mentes maquiavélicas que sueñan con tener las habilidades de Joseph Goebbels. Sin embargo, no solemos relacionarla con la publicidad política.
De alguna manera, cuando los mensajes adoptan la forma que entendemos como “publicidad política pagada”, relajamos nuestro juicio.
¿Por qué hay leyes y convenciones que protegen al público de la publicidad comercial engañosa y no pasa lo mismo con la publicidad política?
¿Por qué un yogur no puede decir impunemente: “Te hago hermoso y flaco en 3 horas, comprobado”, pero un candidato sí puede decir: “Honestidad y trabajo” así existan pruebas grabadas de que ni es honesto ni trabaja?
Es una paradoja que observo en cada campaña electoral y no deja de sorprenderme.
Se dice mucho que la mejor manera de abordar una estrategia de márketing político es a través de un pensamiento análogo con el márketing de productos o servicios.
No es cierto. Por lo menos no me parece que los estrategas políticos lo hagan.
En 30 años de profesión, nunca vi a una marca seria trazar una estrategia acomodando su propuesta a partir de las cosas que la gente quiere escuchar. Las marcas que trabajan seriamente su márketing encuentran cuáles son aquellas cosas que pueden hacer mejor por su comprador potencial y buscan transmitirlas con precisión a través de publicidad. Nunca ofrecen algo que no pueden cumplir. Menos se comprometen con algo que no saben cómo manejar. Si lo hacen, el fracaso está a la vuelta de la esquina.
Ciertamente, la publicidad comercial ha sido sospechosa de muchos intentos de manipulación en su historia. Muchos críticos de la publicidad han denunciado, con toda razón, la falacia del imaginario publicitario que pretende pintar una realidad de gente caucásica y feliz o de chicas hermosas en bikini para vendernos productos tan diversos como una cerveza, un auto, un helado o una cuenta bancaria. Los espejismos de bienestar asociados al consumo.
Pero también es cierto que vivimos una época maravillosa en la historia de las comunicaciones. El Internet convirtió lo que antes eran monólogos en diálogos. La gente hoy puede criticar y cuestionar frontalmente a marcas que pretenden manipular o distorsionar la realidad y obligarlas a moderar sus intenciones. La gente hoy participa de la publicidad, no como oyente pasivo sino como crítico y detractor. O, en muchos casos, abogado entusiasta de marcas que le simpatizan. La transparencia es la moneda de cambio de nuestra época, y las marcas más importantes de la actualidad lo saben y practican.
Al parecer, casi ningún político lo ha entendido.
Los lugares comunes, las sonrisas fingidas, las frases de cajón y la ausencia de propuestas originales son el insoportable castigo al que nos somete cada campaña electoral.
Existe esa idea trasnochada de que, como la gente es “básica”, como “el pueblo es bruto”, como los peruanos no leen, la publicidad política debe simplificarse a pan y circo.
Por experiencia profesional, he observado que muchas veces las personas más críticas, informadas y exigentes sobre economía provienen de los sectores populares de nuestra sociedad. Un ama de casa que administra el diario que entra a una familia numerosa es capaz de entender con muchísima sofisticación la ausencia de oportunidades.
Y así con temas tremendamente sensibles. La educación es probablemente uno de los tesoros más preciados de los peruanos de bajos recursos. No es gratuito que el candidato que pretendió posicionarse como un paladín de la educación haya sucumbido cuando se comprobó su escaso compromiso con la misma. La gente no es tonta, señores candidatos. El papel aguanta todo y las pantallas digitales también. La gente no.
Por eso una nueva campaña electoral me recuerda que la gran oportunidad de los candidatos está en adoptar la transparencia. Pero adoptarla realmente. No en el discurso, ni como barniz de un montaje intrincado de medias verdades. La transparencia real, aquella que nos permite mostramos desnudos, contestar lo que pensamos y caer bien o mal, pero no mentir.
¿Utópico? ¿Ingenuo? Imagino a muchos colegas publicistas pensando que esta reflexión es una más de aquellas que no sirven para nada pese a sus buenas intenciones.
Sin embargo, estoy genuinamente convencido de que ese ‘outsider’, que cual Mesías esperamos en cada elección como la salvación a la mediocridad de nuestra clase política, no es sino ese candidato o candidata que tome una decisión simplísima y a la vez complicadísima: decir la verdad.
No me refiero a los maquillajes que talentosos publicistas aplican para hacer lucir veraces a los candidatos. Me refiero a esa voluntad de no esconder nada que, hoy en día y gracias a las posibilidades del Internet, millones de personas pueden apreciar en tiempo real.
¿Qué implica eso? Que, como lo hacen las marcas comerciales que quieren ser competitivas, los candidatos se preparen realmente para cambiar un país como el Perú.
Que los actores políticos no esperen que una campaña de publicidad diga lo que ellos no pueden decir cara a cara ante un micrófono, agarrados de sorpresa. Se dice que los buenos productos se venden solos, la publicidad lo único que hace es ayudarlos a ser conocidos. Así de simple es lo que el público peruano debería esperar de sus gobernantes.