Hoy se cumplen mil días desde que el líder opositor Leopoldo López se entregó a las autoridades judiciales venezolanas. A partir de ese momento, sufrió una emboscada kafkiana: fue sometido a un proceso penal plagado de vicios y evidentes motivaciones políticas, y luego fue condenado a casi 14 años de prisión.
Todo ello, sobre la base de acusaciones fabricadas. Como si eso fuera poco, López y su familia están sufriendo una infinidad de humillaciones e increíbles abusos. Maduro parece obsesionado no solo con aislar a López de sus compatriotas y del mundo exterior, sino también con quebrarlo.
En la prisión militar de Ramo Verde, López se encuentra encarcelado en un edificio independiente del resto de los reclusos. Cuando lo autorizan a dejar su celda, puede salir a un patio exterior donde no tiene contacto con nadie; está solo. En las raras ocasiones en que le permiten jugar básquetbol, lo hace con guardias, con quienes no se le permite hablar. Durante los primeros meses de su detención, a López se le permitía hablar con un cura, pero ya desde el 2015 no puede hacerlo. A veces le autorizan asistir a misa, pero no puede hablar con los demás reclusos presentes.
Todo lo que López lee y ve es controlado por sus guardias. De forma arbitraria, los guardias le han prohibido leer libros de poesía e historia, cualquier material en inglés y publicaciones que van desde “The Economist” hasta una revista sobre deporte. Le permiten mirar televisión unas pocas horas por día en una celda contigua a la suya. El aparato solamente ofrece canales con contenidos progobierno o películas seleccionadas por los guardias.
Los abogados de López tienen absolutamente prohibido entrar a la prisión con documentos jurídicos. Hace meses que a López se le ha prohibido también tener lápiz y papel en su celda, lo cual significa que no puede escribir sobre sus ideas o sentimientos, ni sobre argumentos que le puedan servir en su defensa.
A López no se le permite llamar por teléfono a su familia desde hace tres semanas. Cuando podía hacerlo, los guardias invariablemente le cortaban la llamada si consideraban que estaba hablando de “política”.
En varias ocasiones, hombres encapuchados ingresaron violentamente en la celda de López. En una de ellas, le confiscaron su Biblia por la fuerza. En otra, le arrebataron dibujos realizados por sus dos hijos. Cuando los abogados de López presentaron recursos judiciales a raíz de estos abusos –o, por ejemplo, después de que le lanzaran excremento al interior de su celda por la ventana–, los tribunales los desecharon automáticamente.
Con frecuencia, las autoridades carcelarias prohíben las visitas a las que tienen derecho su familia y sus abogados. Recientemente, le prohibieron las visitas durante varios días, luego de que él cuestionara el diálogo promovido por el Vaticano entre el gobierno y la oposición. Cuando las autoridades permiten que su familia y sus abogados lo visiten, los guardias obligan a la esposa, la madre y la hermana de López, así como a sus abogados defensores, a desnudarse antes y después de ver a López. En una oportunidad, la madre de López debió desnudarse frente a sus nietos, los hijos de López.
La detención de López es un ejemplo flagrante de lo que un régimen despótico puede hacer con una persona cuando no le rinde cuentas a nadie. Quienes dicen estar preocupados por la situación de los derechos humanos en Venezuela deberían demostrarlo presionando a Maduro por el caso de López. La retórica ya no es suficiente. ¿Qué más necesitan los líderes democráticos de la región para entender que con su inacción traicionan sus obligaciones jurídicas colectivas de defender los derechos humanos?
Sin una fuerte y vigorosa presión internacional, López continuará siendo un rehén de Maduro.